Confinados en sus casas, los alumnos dependen en gran medida para su avance educativo de los recursos culturales familiares. Por ello el confinamiento puede agravar las desigualdades educativas: la ayuda que recibirán dependerá del nivel de estudios de sus progenitores. Esta desigualdad, sin embargo, no tiene nada que ver con diferencias en la preocupación, interés o esfuerzo de los padres por la escolaridad de sus hijos.

El confinamiento aumenta la desigualdad educativa (y no es culpa de los padres)

Leo escandalizado un titular de El País: «La epidemia agrava la brecha educativa: Las familias con menos recursos gestionan peor el estrés». La primera parte del titular es cierta. La segunda, insidiosa: achaca el problema a una incapacidad de las familias para “gestionar el estrés”.

El agravamiento de la brecha educativa con el confinamiento despierta bastante consenso. La UNESCO ha alertado sobre ello, y se corresponde con una realidad bien estudiada por la sociología de la educación. Esta, desde los estudios clásicos de Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron, ha mostrado que la posición social de la familia es esencial para comprender las probabilidades de éxito escolar. Y esta posición social no actúa a través de la mayor o menor voluntad parental o capacidad de “gestionar el estrés”: actúa a través de la diferencia en “capital cultural”. El tipo de cultura que se enseña en la escuela no son los conocimientos que tienen todas las clases sociales, sino, en general, la cultura de las clases medias y altas. Y a alguien que venga de la clase obrera las cosas que le enseñan en la escuela le suenan muy raras. Hay una frase que dicen siempre los chavales de clase obrera en el instituto: “yo me aburro en la escuela porque lo que te enseñan no tiene nada que ver con la vida”. No tiene nada que ver con tu vida, con lo que has vivido hasta ahora. Para alguien que tenga padres con estudios universitarios lo que enseñan en la escuela tiene mucho que ver con su vida cotidiana, con las cosas de que se habla en su familia… es un conocimiento que no le es ajeno.

Un elemento que destacan Bourdieu y Passeron de esta cultura es el lenguaje. Pensamos que los que hablamos castellano de una misma zona geográfica hablamos el mismo idioma. No es así: los acentos, las palabras que se utilizan, las construcciones gramaticales, las formas de hacer preguntas y respuestas son distintas por clase social. Una anécdota personal lo ilustra. Yo procedo de clase trabajadora y recuerdo que tardé bastantes años en darme cuenta de que quien yo pensaba que era el escritor más famoso de la historia de la humanidad no existía. ¿Cómo se llamaba ese escritor? Anónimo. Tardé años hasta enterarme de lo que significaba; yo creía que era un nombre propio, como Jerónimo, un indio que salía en muchas películas. En mi casa no se utilizaba la palabra “anónimo”. Son palabras que los profesores no me explicaban porque pensaban que eran normales; si no se explican no es por mala fe, es porque ni siquiera se les ocurre que el alumno no pueda entenderlas. Esta diferencia en el lenguaje que uno usa por clase social hace que para unos sea más fácil que para otros tener éxito escolar -Bourdieu y Passeron lo denominan diferencia de “capital lingüístico”, de manejar el lenguaje socialmente más valorado-. En un grupo de discusión que realicé para mi tesis «Producir la juventud», unos chavales de clase obrera lo expresaban gráficamente: “Es que no me enteraba de lo que decían los profesores, porque te hablaban con palabras de diccionario”

Esas diferencias actúan en la escuela, pero mucho más fuera de ella. Es el problema que plantean los deberes escolares. Los padres con estudios universitarios tienen los conocimientos para poder ayudar y asesorar a sus hijos de forma eficaz. Por el contrario, cuando los padres tienen estudios primarios, su capacidad de ayuda es muy reducida: de ahí que muchas veces no puedan hacer otra cosa que sermonear a sus hijos sobre la importancia de los estudios o vigilar que estén delante del libro. Delegar la responsabilidad de instrucción a las familias agudiza así las desigualdades. Por ello, aumentar la escolarización de las clases populares en los primeros años de vida -con la generalización de la educación preescolar- disminuye la desigualdad educativa. Por ello también, como han mostrado varios estudios norteamericanos, la desigualdad social de conocimientos entre los escolares aumenta en las vacaciones de verano. El obligado confinamiento doméstico de estas semanas -indudablemente necesario- contribuirá así también a agravar las desigualdades.

En otras entradas de esta web hemos explicado que esta desigualdad no tiene nada que ver con diferencias de “implicación parental”; que las familias de clases populares no carecen de aspiraciones a que sus hijos tengan los estudios más elevados posibles y que se esfuerzan por conseguirlo. El problema es que carecen de los recursos culturales -capital cultural y lingüístico- y económicos -capacidad de pagar clases particulares- de los que sí disponen las familias de clases medias y altas. En «La ‘implicación parental en la escuela’ es una relación de fuerzas entre padres, hijos y profesores» se muestra con detenimiento que las distintas dinámicas de implicación familiar no se pueden explicar por diferencias de voluntades parentales.

Las diferencias de clase entre unas familias y otras, por tanto, no son diferencias de “culturas” o de “valores”, sino de “capital cultural” y de “capital económico”. El confinamiento agrava estas diferencias. Las de capital cultural, al depender la ayuda parental de su nivel de conocimientos escolares. Pero también las de capital económico. No es lo mismo tener un buen ordenador y una buena conexión wifi que carecer de ellos. No es lo mismo tener una habitación individual para el estudio en una casa amplia que hacer los deberes en la mesa del comedor donde se reúnen padres, hermanos y la abuela en el piso de 50 metros.

Aunque el artículo de El País señala esta diferencia de recursos, también insiste -no sólo en el titular- en una explicación que se está poniendo de moda últimamente, y que es la última versión del sempiterno discurso de culpabilización de las clases populares. Esta versión vendría a decir: los padres con estudios superiores dedican más “tiempo interactivo” -o “de calidad”- a los hijos que los padres con menos estudios. Como defendí en «Esperando al pacto por la educación», estas investigaciones suelen partir de una petición de principio: contabilizan como tiempo de calidad o interactivo al que más realizan las familias con estudios universitarios. A partir de ahí, llegan a la conclusión evidente: las familias “de calidad” dedican más tiempo “de calidad” a sus hijos. De esta manera, legitiman “científicamente” con mucho aparato estadístico la vieja acusación sociocéntrica: si fracasan, es porque no se preocuparon por darle una buena educación a sus hijos -por “interaccionar” con ellos-. Las desigualdades estructurales quedan así transmutadas en diferencias de voluntades: si sus hijos no triunfan en la escuela, la culpa es de los padres.


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Sobre el autor/a

Enrique Martín Criado

Enrique Martín Criado

Profesor de sociología en la Un. Pablo de Olavide y doctor en sociología por la Universidad Complutense de Madrid, con la tesis “Estrategias de juventud” (publicada como “Producir la juventud”, Istmo, 1988). Ha publicado libros y artículos sobre teoría sociológica, técnicas cualitativas de investigación, análisis de discurso, sociología de la educación, transformaciones de las clases populares, sociología de la alimentación o sociología del trabajo. Entre sus publicaciones recientes destacan “La escuela sin funciones. Crítica de la sociología de la educación crítica” (Bellaterra, 2010), “Les deux Algéries de Pierre Bourdieu” (Ed. du Croquant, 2008) y “Conflictos por el tiempo” (coeditado junto a Carlos Prieto, C.I.S., 2015). Miembro fundador del colectivo “Denunciemos los abusos patronales”.

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