La reciente expansión del análisis del discurso ha venido a menudo acompañada por una desmesurada ambición interpretativa: se extraen grandes conclusiones que frecuentemente no están respaldadas por los datos. Frente a esta interpretación sin límites, se impone la prudencia metodológica: respetar ciertos principios analíticos clave sobre cómo operan los discursos en la vida social y, por consiguiente, cómo procede analizarlos.

Notas sobre el abuso del análisis del discurso

En su ucronía «La Fe de Nuestros Padres», Phillip K. Dick nos presenta unos Estados Unidos en los que se acaba de instaurar un régimen de tipo maoísta. El protagonista de la historia es Chien, un joven y ambicioso burócrata perteneciente al Ministerio de Artefactos Culturales, institución encargada de la orientación ideológica del pueblo y la persecución de posibles desviaciones en la producción artística e intelectual. La gran oportunidad de Chien llega cuando un alto mando del Partido le ofrece la posibilidad de revisar los exámenes de la futura escuela de cuadros en California, a fin de comprobar la sinceridad de las respuestas de los jóvenes estudiantes. Pero antes Chien deberá pasar su propia prueba, para comprobar si es digno de encargarse de una tarea tan importante. Sus superiores le proporcionan dos textos: uno es una muestra sincera de amor al pueblo y el Partido, del otro se sospecha que es una muestra sutil de desviación pequeñoburguesa. A Chien le corresponde decidir cuál es cuál. Pero es incapaz de encontrar la respuesta: ambos podrían ser una cosa o la otra. La repetición mecánica de las consignas, ¿revela una eficiente asimilación de la doctrina o se utiliza como recurso irónico?, ¿dónde termina la honestidad y empieza el sarcasmo?, se pregunta un angustiado Chien. 

La ansiedad de Chien nos resulta comprensible: se juega su carrera en una sola decisión, para la que no tiene suficientes elementos de juicio. En una sociedad totalitaria como la suya la relación entre las palabras y las cosas es peligrosa y, por eso mismo, inestable. Unas palabras, incluso las más inocentes, pueden tener consecuencias terribles para quienes las pronuncian si los agentes del estado interpretan que suponen una amenaza para el orden social. Lo que, a su vez, fuerza a esconder con recelo las verdaderas intenciones bajo capas de disimulo y dobles sentidos. Una pesadilla de sospechas constantes, arbitrariedad y miedo generalizado en la que no se puede confiar en que las palabras dicen lo que se supone que están diciendo.

Lejos de mi intención realizar comparaciones injustas, pero el pobre Chien a buen seguro admiraría la seguridad que demuestran un buen número de investigadores en sus análisis de la producción cultural contemporánea. Sorprende la capacidad con la que con cuatro trazos y dos ejemplos se establece no solo la intencionalidad última del emisor (a veces incluso contra lo que este afirma explícitamente), sino también el efecto que provocará en el receptor y la cadena de consecuencias que de ello se derivan. A menudo, sin aportar datos ulteriores que apoyen afirmaciones tan graves o, a lo sumo, lo que en derecho se considerarían pruebas circunstanciales y en estadística correlaciones que no implican causalidad. 

Baste recordar al gran Adorno defendiendo que los golpes que recibe el Pato Donald en sus películas preparan a los oprimidos para aceptar las desgracias de su propia vida, o considerando que el ritmo sincopado del jazz y los lujuriosos bailes modernos no hacían sino amortiguar las contradicciones sociales, haciendo que los antagonismos se expresen en la discoteca y no en las barricadas[1].

Y si el maestro era capaz de parir sentencias harto dudosas, de la miríada de discípulos no podíamos esperar algo distinto. Así, nos es común encontrarnos con textos que vinculan la delincuencia con el uso de videojuegos o el visionado de películas de acción; que encuentran la causa última de la violencia de género en el amor romántico; que buscan el origen del terrorismo yihadista en pasajes del Corán; que acusan al cine comercial norteamericano de los 80 de la progresiva pérdida de identidad de la clase obrera; que consideran que toda producción cultural que peca de ambigüedad política es en realidad un arma del sistema para producir conformismo; y un larguísimo etcétera de ejemplos posibles. Supongo que reconocen el tipo de texto al que me refiero. 

A pesar de sus múltiples diferencias, estos análisis tienden a presentar las mismas características. Con independencia de la brillantez o del grado de acierto de sus interpretaciones, estos trabajos suelen pecar, en primer lugar, de un fuerte determinismo cultural: presuponen que las representaciones, los imaginarios, el lenguaje y, en suma, la cultura, tienen un poder casi absoluto para orientar las conductas de los receptores. En consecuencia, tienden a no prestar demasiada atención a las muchas mediaciones existentes entre significantes y significados, así como entre los referentes y sus representaciones. Suelen padecer también de la ya mencionada atrofia empírica: una crónica escasez de datos que apoyen sus afirmaciones más allá de la producción cultural examinada.  

Las palabras, en efecto, hacen cosas, como bien mostró Austin[2] hace ya muchas décadas. Pero bien distinto es creer que las palabras pueden hacer cualquier cosa. Las palabras tienen poder, pero no son omnipotentes. Frente a un pansemiologismo chato que solo piensa la vida humana como un sistema de comunicaciones y discursos[3], cabe recordar cuatro principios metodológicos clave:

  1. Las palabras tienen poder, pero su capacidad de influencia varía mucho en función de quién las pronuncia, dónde y cuándo son pronunciadas. La oración «yo acuso» produce efectos bien distintos si la pronuncia un juez en el momento de dictar sentencia, si lo hace una persona anónima en una discusión de bar, o si miles de twitteros la escriben al mismo tiempo. Dicho de otro modo, los contextos de enunciación importan.
  2. La producción cultural es, casi siempre, compleja. Se encuentra atravesada de múltiples discursos, a menudo contradictorios entre sí. La polisemia es más frecuente que la transparencia y los sentidos unívocos. Por consiguiente, es dudoso que generen efectos inequívocos en los agentes. De ahí que un mismo texto sagrado, La Biblia, haya podido inspirar prácticas absolutamente contradictorias: ha servido tanto para justificar la Inquisición y las Cruzadas como la Teología de la Liberación y las comunidades de cristianos de base. Es cierto que algunos productos culturales se encuentran más cerrados o predisponen más a ciertas lecturas que otros, pero eso no significa que podamos presuponer que siempre serán entendidos de una sola manera o que su recepción tendrá siempre las mismas consecuencias. 
  3. Un mismo producto cultural puede motivar diferentes prácticas sociales en parte por este carácter ambiguo y polisémico de las palabras, pero también porque tan importante es el contexto de emisión como el de recepción. Los productores de mensajes pueden tratar de controlar el contexto de emisión, pero ni los más poderosos de entre ellos pueden asegurar por completo que el mensaje ha sido entendido y asimilado por los destinatarios en el sentido apetecido. Los receptores pueden aceptar, matizar o rechazar los contenidos culturales, tanto más cuanto más expuestos estén a fuentes alternativas de sentido, lo cual es la norma en sociedades complejas y plurales como las nuestras, en las que los individuos se encuentran sometidos a socializaciones múltiples y contradictorias[4]
  4. Los productos culturales pueden ser, a su vez, creativamente reinterpretados por los agentes de formas no previstas por sus creadores originales. Como ha destacado Enrique Martín Criado[5], los agentes tienen a su disposición paquetes culturales que pueden ser empleados estratégicamente en las interacciones cotidianas. Como es lógico, no todos los agentes pueden utilizar cualquier discurso en cualquier circunstancia, ni estos tienen la misma eficacia simbólica en todas las situaciones de interacción.

En definitiva, no se trata de negar el poder performativo del lenguaje, ni la utilidad del análisis de discurso. El análisis de discurso es, de hecho, mi propio oficio. Por esa misma razón, he creído necesario hacer esta llamada a la prudencia metodológica: si queremos que la disciplina progrese y sea reconocida en la comunidad científica, resulta imprescindible aumentar el rigor de nuestros procedimientos e interpretaciones. Porque tampoco se trata de negar el acto mismo de interpretar. Al fin y al cabo, la atribución de causalidad no deja de ser la lectura de unos datos desde las lentes de un marco teórico. Es decir, una interpretación. Interpretan los economistas cuando tratan de explicar los vaivenes de los mercados, los politólogos cuando intentan escrutar los resultados electorales, los geólogos cuando leen en los estratos y los médicos al diagnosticar a partir de una serie de síntomas. 

Ahora bien, no todas las interpretaciones son posibles, ni todas son igual de rigurosas. Este es un error muy común entre muchos defensores del constructivismo social. El que los enunciados científicos también sean construcciones de los investigadores no implica que sean falsos, arbitrarios, o equiparables a los producidos por el arte, la religión u otros modos de producción cultural. Al contrario, el campo científico está sometido a una serie de normas, controles y operaciones estandarizadas que permiten la emergencia progresiva de un conocimiento más veraz y fiable. O por decirlo con Bourdieu[6] «[la ciencia es]  el campo en el que, como no he dejado de recordar, los puntos de vista antagonistas se enfrentan según unos procedimientos regulados y se integran progresivamente, gracias a la confrontación racional».  

Por eso, un análisis de discurso digno de tal nombre debe sustentar sus interpretaciones en tantas fuentes como sea posible. Imputar una intención concreta en un discurso nos exige ir más allá del texto: precisa un repaso sistemático de las características y trayectoria del emisor, del contexto de producción discursiva, de los dispositivos que lo posibilitan y a la vez lo condicionan, de los repertorios culturales, redes de conocimiento e imaginarios en los que se encuentra inserto, y sin los que no sería ni siquiera pensable. Y desde luego, del público al que está dirigido o aspira a dirigirse. Si además queremos estudiar los posibles efectos que ese discurso provoca en dicho público, hemos de delimitar el contexto de recepción, los medios de circulación de los mensajes y el modo por el que llegan a los consumidores, el grado en el que estos agentes lo asumen o reinterpretan y, finalmente, el uso que le dan en sus interacciones, siempre en el caso de que haya pasado a formar parte del stock de recursos discursivos a disposición de los distintos grupos sociales.   

Por supuesto, no estoy diciendo que haya que seguir siempre todos y cada uno de estos pasos para realizar un buen análisis de discurso. De hecho, tiendo a pensar que una investigación es mejor cuanto más contenida es en sus objetivos y más concreto es su objeto de estudio. Todo depende de la ambición del investigador: temáticas más ambiciosas o que impliquen cadenas causales más largas requerirán análisis más ambiciosos, amplios y sustentados, y viceversa. En cambio, toda afirmación que pretenda ir más allá de la evidencia disponible debería ser, como poco, humildemente desterrada al reino de las hipótesis. O, por citar de forma salvaje y absolutamente descontextualizada al maestro Wittgenstein, de lo que no se puede hablar, es mejor callarse.

Notas

1. Horkheimer M. y Adorno y T.W., Dialéctica de la Ilustración, Madrid, Trotta, 1994: 165-211. Por si tienen curiosidad, la cita sobre el Pato Donald está en la página 183.

2. Austin, J.L., Cómo Hacer Cosas con Palabras, Paidós, Barcelona, 1991.

3. Callejo, J. y Alonso, L.E., El Análisis de Discurso: Del Pansemiologismo a las Razones Prácticas, Revista Española de Investigaciones Sociológicas, 88, 1999, 37-73.

4. Martín Criado, E., El Idealismo como Programa y como Método de las Reformas Escolares, El Nudo de la Red, 3-4, 2004, 21-23.

5. Martín Criado, E., Mentiras, Inconsistencias y Ambivalencias. Teoría de la Acción y Análisis de Discurso. Revista Internacional de Sociología, 72 (1), 2014.

6. Bourdieu, P., El Oficio de Científico, Barcelona, Anagrama, 2002, 198.

Publicado originalmente en la Revista: Imaginación o Barbarie. Número 18, noviembre de 2019, pp. 39-46.
4 4 votos
Valora la entrada

¿Quieres recibir las nuevas publicaciones en tu correo electrónico?

Sobre el autor/a

José Antonio Cerrillo Vidal

Jose Antonio Cerrillo

Profesor Ayudante Doctor en el Departamento de Sociología de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla. Licenciado por la Universidad Complutense de Madrid y doctorado por la UNED. Ha trabajado en el IESA-CSIC entre 2005 y 2013 y en la Universidad de Córdoba entre 2012 y 2023. Es co-autor de tres libros y ha publicado en revistas como Medical Teacher, Revista Internacional de Sociología, Reçerca, Empiria, Arbor, Advances in Applied Sociology, Athenea Digital o Sistema, entre otras. Es miembro de la unidad de investigación Etnocórdoba-Estudios Socioculturales, la Red EOL de estudios sobre el final de la vida y de la Red Iberoamericana de Investigación en Imaginaros y Representaciones. Entre sus principales líneas de investigación se encuentran la sociología de la salud, los estudios culturales, la metodología cualitativa y las relaciones entre territorio, desarrollo y medio ambiente.

Espacio de debate

Recibe notificaciones para seguir el debate:
Notificarme vía email si hay
guest
0 Comentarios
Inline Feedbacks
Ver todos los comentarios