La sociología piensa los comportamientos humanos como interdependientes en entramados: las personas siempre dependemos las unas de otras.
Nuestros actos dependen de lo que hacen otras personas; y sus actos dependen de los nuestros.
Pensar lo humano desde la interdependencia es una postura intelectual y ética frontalmente opuesta al individualismo dominante: nunca estamos aislados, siempre nos hallamos en entramados formados por las acciones de una infinidad de personas.


“Con voluntad, perseverancia y esfuerzo podrás conseguir lo que te propongas. Encontrarás muchas dificultades en el camino, pero no deberás desfallecer: con fuerza de voluntad, superarás todos los obstáculos”. Podemos oír esta cantinela en las ocasiones más variadas; una de las más comunes actualmente son las arengas de los padrinos en las ceremonias de graduación.

Este discurso –como casi todos los discursos ideológicos- puede seducirnos porque nos remite a experiencias cotidianas donde es parcialmente cierto: si queremos conseguir algo, es mejor esforzarnos que no hacerlo. Obtendré mejores notas si estudio mucho que si estudio poco. Pero esta limitada parcela de verdad –“es mejor esforzarse que no hacerlo”- esconde una enorme falsedad –“todo depende del esfuerzo individual”-. El mundo se reduce a individuos con mayor o menor fuerza de voluntad: quienes la tengan, triunfarán. De ahí se infiere que quienes carezcan de ella, fracasarán. Y, pasito a pasito, caminamos a la última y fundamental falsedad: si alguien no ha triunfado, es culpa suya, no tuvo suficiente voluntad.

El elogio del esfuerzo individual se corresponde con una visión del mundo social. Se trata de un mundo compuesto de individuos, de un sordo universo gélido de esferas girando sobre sí mismas, indiferentes y autosuficientes: cada una aislada del resto, cada una, causa y origen de sí misma, de sus decisiones y destino. Esta visión del mundo es todo lo contrario de la sociología.

¿Qué es la Sociología?

Porque ¿qué es la sociología? Esta pregunta es una de las más incómodas que puede encajar alguien que acaba de graduarse en sociología. Hay una solución fácil: “la sociología es la ciencia que estudia la sociedad”. Aunque esta respuesta no dice nada, si no sabemos lo que es la sociedad. Habitualmente la palabra “sociedad” nos evoca un montón de gente similar, haciendo la misma cosa. Solemos asimilar “social” a “común”: es social aquello en lo que somos semejantes. Y, dado que todos nos concebimos como individuos, como distintos, la sociedad normalmente son los otros, esos otros que desde lejos parecen todos iguales.

Daré una definición alternativa: La sociología es el estudio de las interdependencias entre personas. ¿Y qué son las interdependencias? En clase suelo ilustrarlo pidiendo que alguien relate lo que ha hecho esa mañana. Los relatos suelen ser algo así como: sonó el despertador, encendí la luz, me levanté, me duché, desayuné, cogí el coche y vine a la facultad. Entonces formulo la pregunta: ¿de cuántas personas has dependido para poder hacer todo lo que has hecho?

No podemos hacer algo tan sencillo como encender la luz si no hubiera gente trabajando en las compañías eléctricas, manteniendo todo el sistema de generación y distribución de electricidad -y si en el pasado cientos de miles de personas no hubieran intervenido para generar ese sistema, desde quienes inventaron los múltiples artefactos que componen esa red hasta quienes levantaron los postes eléctricos-. Otro ejemplo: nos desplazamos en automóvil al trabajo, ¿dependemos de alguien -aparte de quien construyó el automóvil, la carretera, etc.? A primera vista, no. Pero detengámonos un poco: si hay demasiados coches, se forma un atasco y tardaremos mucho más. Esa dependencia sólo la vemos cuando sufrimos el atasco, no cuando el tráfico es fluido. Pero en este caso también dependemos de otras personas: de que poca gente circule esa mañana en automóvil -quienes viajan en autobús permiten circular más deprisa a quienes van en automóvil-.  A su vez, la velocidad de circulación del resto también depende de nuestra decisión de desplazarnos en automóvil o en autobús. Eso es la interdependencia: dependemos de las acciones ajenas y los demás dependen de las nuestras.

Sólo somos conscientes de que dependemos de los demás cuando nos molestan. Sólo percibimos las interdependencias cuando las acciones ajenas nos impiden proseguir con nuestros planes. Cuando la luz funciona, pensamos que se ha encendido porque hemos presionado el interruptor (pensamos: “(yo) he encendido la luz”); sólo nos damos cuenta de todas las personas que mantienen el sistema eléctrico cuando se ponen en huelga; sólo nos percatamos de que dependemos del silencio de nuestros vecinos cuando alguno de ellos provoca estruendo o enciende el televisor a un volumen desmesurado. Las huelgas tienen la virtud -para muchos, el vicio- de hacernos ver que dependemos de personas a quienes cotidianamente no percibimos: basta pensar en la situación de insalubridad que se genera cuando las habitualmente invisibles trabajadoras de la limpieza detienen sus fregonas. Aunque nuestro individualismo suele ser terco; ante estas situaciones no solemos recapacitar sobre nuestra dependencia de personas a quienes habitualmente no apreciamos. Por el contrario, nos quejamos como individuos independientes súbitamente víctimas de sucesos o personas ajenas que alteran nuestra rutina: “no piensan en los usuarios”, “por su culpa, se acumula la basura” (nunca: “gracias a ellas, vivimos sin basura”).

Juana trabaja de cajera en un hipermercado y está embarazada: ¿dejará de trabajar tras el parto? Estas decisiones suelen plantearse como individuales, pero dependen de múltiples decisiones y acciones ajenas: ¿será despedida cuando la empresa conozca su embarazo? ¿seguirá contratada, pero tendrá los mismos horarios concentrados en fines de semana y tardes? ¿podrá acogerse a la ley de igualdad y escoger horarios reduciendo la jornada? Muchas empresas no respetan la legalidad, y eso depende a su vez de múltiples interdependencias: de la legislación laboral, de la inspección de trabajo, de la historia de la propia empresa, de la implantación sindical en esa empresa y en esa zona… Imaginemos que no es despedida: ¿quién se ocupará del bebé cuando ella trabaje? Aquí nuevamente tenemos enormes interdependencias presentes y pasadas: ¿hay una guardería pública en su zona?, ¿qué horarios tiene?, ¿su pareja quiere y puede ocuparse del hijo (cuál es su horario laboral, le permite su empresa modificarlo)? ¿tiene una madre o hermana cerca que pueda ocuparse de la criatura? ¿o la madre podría ayudarle, pero pasa casi todo el día en casa de otra hija que vive lejos y que tiene un hijo discapacitado?

Absolutamente todo lo que hacemos depende de lo que hacen otras personas. Esta realidad se halla en el origen de mucho pensamiento ecologista: ¿Cubrirá el mar mi pueblo costero del sur del Pacífico? Depende de cuánta gente circule en automóvil en EEUU, en Europa o en China estos años. Yo suelo expresarlo con un ejemplo extremo: cuantas más fotos guardamos en Dropbox, Amazon o Google, más gente muere en EEUU por problemas respiratorios. Estas compañías poseen inmensos hangares abarrotados de servidores en constante funcionamiento para guardar los archivos de sus usuarios. Dado que un corte de electricidad provocaría descomunales pérdidas de archivos -y de clientes, que desconfiarían de la empresa tras el fiasco-, se alimentan la mayor parte del tiempo de generadores de gasoil: la polución que generan sitúa a estas empresas entre las más contaminantes de EE.UU.

En realidad, experimentamos cotidianamente la interdependencia a nivel mundial. Los puestos de trabajo en España dependen de lo que ocurra en China. La devastadora crisis económica que comenzó en 2008 en España se inició en el mercado de productos financieros de EEUU.

Esa interdependencia es visible, así, en los grandes acontecimientos que modelan nuestra experiencia cotidiana, pero también en los atributos y detalles aparentemente más personales, más íntimos, como nuestros recuerdos. Estos no son simples fotografías o películas que quedaron grabadas en nuestro cerebro y que nada altera. Recordamos en la medida en que rememoramos, en que relatamos junto a otras personas esos acontecimientos. En las reuniones familiares, de amigos, de antiguos compañeros se rememoran, construyen y reconstruyen los hechos pasados. Esas reuniones permiten el recuerdo -aquello que no se rememora, se olvida-, pero no lo preservan incólume: en ellas se arman relatos, se seleccionan detalles, se construyen coherencias, se destacan unos personajes y acontecimientos y se relegan al olvido otros. Nuestra memoria se construye en las redes de relaciones sociales en las que nos movemos. Es más, esa memoria se divide, se parcela. Así, en las parejas se asienta día a día una división del trabajo cognitivo: cada miembro se ocupa de ir recordando un tipo de hechos -de tareas, de lugares donde se colocaron ciertos útiles, de fechas, de efemérides…-. Nuestras memorias no están solo en nuestra mente, están dispersas en nuestras redes. Por ello, cuando alguien próximo muere, se muere algo nuestro, y no sólo en términos metafóricos: muere parte de nuestro pasado, de nuestra memoria.

Una característica crucial de estas interdependencias -y que constituye un objeto privilegiado de estudio de la sociología- es que generan procesos regulares, procesos que no dependen de ninguna persona en concreto y que nos arrastran a todos -pero que a la vez están originados por las acciones de todos nosotros-. Así, en prácticamente todos los países del mundo desde hace muchas décadas está aumentado el nivel de estudios de la población. Esta dinámica la originan las múltiples acciones de muchísimas personas, pero subrayaré una que muestra claramente la interdependencia entre las acciones de todas ellas. Cada vez más, el acceso al empleo depende de los títulos escolares: el nivel de estudios permitirá o impedirá el acceso a determinados empleos. ¿Qué nivel de estudios se precisa para obtener un buen empleo? Depende del nivel de estudios que tengan los demás. Así, hace un siglo, casi nadie tenía bachillerato: con este título se podía acceder a múltiples empleos para los que ahora lo mínimo exigido es un título universitario. Como los demás tienen cada vez más estudios, yo tengo que conseguir más títulos escolares: carreras universitarias, másters… Pero como todos tenemos más títulos escolares, esos títulos valen menos, lo que nos empuja a todos a tener aún más títulos… La interdependencia -en este caso, en la competencia por obtener empleos- produce algo que nadie ha diseñado: que cada vez hagan falta más años de estudio para obtener un “buen empleo”.

Muchas dinámicas se originan así por esta sucesión de acciones, donde cada parte actúa en función de lo que hacen los demás. Pensemos en la progresiva segregación de los centros escolares: cada vez se separan más unos centros “buenos”, con alumnos y familias “buenas”, de unos “malos”, con familias de pocos recursos. Esta dinámica pueden desencadenarla unas pocas familias de más recursos que sacan a sus hijos -buenos estudiantes- de una escuela determinada, pensando que les beneficiaría ir a otra. Al hacerlo, no sólo cambian la escuela a la que van sus hijos, también modifican la escuela que han abandonado: en ella ahora hay menor proporción de buenos estudiantes. Eso hace un poco más difícil el gobierno de las clases y que otras familias comiencen a plantearse sacar sus hijos a otra escuela -lo que, de nuevo, modifica la composición social de la escuela que se abandona-. El fenómeno se va retroalimentando y la escuela cada vez concentra más estudiantes “torpes” y alborotadores. Ello provoca que cada vez sea más difícil gestionar la escuela y controlar las clases -cada vez se dedica menos tiempo a enseñar y más a intentar controlar al alumnado-, lo que a su vez provoca que cada vez más familias quieran abandonarla… Las dinámicas las crean personas, pero llega un momento en que las personas no pueden controlar las dinámicas. Lo que hace cada familia afecta y es afectado por lo que hace el resto de familias.

A menudo atribuimos esas dinámicas producidas por las interdependencias a voluntades ocultas. Así, las leyes son cada vez más complicadas: ¿no será porque hay gente interesada en ello, en que no se entiendan, en que tengan miles de vericuetos? Es posible que sea así, pero ello no lo explica todo. Pensemos en lo que ocurre cuando se aprueba una ley: el legislador, por muy inteligente e informado que sea, no puede prever todos los casos posibles. Aprobada la ley, gabinetes de abogados especializados elaboran argumentos para defender a sus clientes y para que la nueva norma no se les pueda aplicar –o se aplique de una forma muy distinta a la prevista por el legislador-. Cuando estas estratagemas se repiten, un alto tribunal o el legislador terminan contemplando estos casos e introduciendo más cláusulas en la ley para ajustarla a esas circunstancias. Pero llegarán nuevos casos, nuevos abogados ingeniosos y nuevas excepciones a la aplicación de la ley, que harán necesarias nuevas cláusulas… Este continuo vaivén de jugadas y contra-jugadas, donde todos dependen de lo que hacen los demás, complejiza constantemente las leyes.

Esto es lo que estudiamos los sociólogos: esos encadenamientos de acciones que sólo se entienden teniendo en cuenta toda la red de dependencias mutuas en que estamos las personas. Esa interdependencia no tiene nada que ver con el hecho de que seamos iguales o distintas unas personas de otras: dependemos mutuamente de personas que, precisamente por ocupar otras posiciones en el entramado, son distintas de nosotros. El entramado de interdependencias en que nos hallamos puede producir características comunes, pero también diferencias -como en la constante circulación de modas y estilos de ropa-.

Interdependencia como posición ética y política

La interdependencia supone así una visión sobre la realidad. Una visión que tiene una vertiente cognitiva y metodológica -es lo que llamamos “sociología”-, pero también una vertiente ética: la conciencia de que lo que hacemos no depende sólo de nosotros y no nos afecta sólo a nosotros.

En primer lugar, nuestros actos no dependen sólo de nosotros. La ideología individualista atribuye a cada individuo sus éxitos y fracasos, su riqueza y pobreza. Así, legitima toda desigualdad como merecida: los ricos son responsables de sus fortunas; los pobres, de sus desgracias. Este discurso es muy bien recibido por los afortunados -“me merezco mis privilegios”- y culpabiliza a los desposeídos –“no merecen otra cosa”-. Por el contrario, la conciencia de la interdependencia nos muestra que toda posición ocupada depende mucho más de lo que hacen los demás que de lo que hace uno mismo y que buena parte de la desigualdad se debe a interdependencias pasadas, que se prolongan en la actualidad en forma de diferencia de recursos.

Así, se suele atribuir la desigualdad en conocimiento de idiomas a diferencias individuales –facilidad para aprenderlos o tesón en estudiarlos-. Pero no tiene la misma facilidad para aprender inglés quien nace en una familia con estudios universitarios y conocimientos de idiomas -donde es habitual viajar a Londres o Nueva York, tomar cursos en Irlanda y asistir a colegios bilingües-, que quien nace en una familia donde nadie sabe inglés, que asiste a colegios donde tampoco se habla inglés fuera de la clase de inglés y que reside en un barrio donde nadie veranea fuera de España –y donde muchos ni siquiera veranean-.

En segundo lugar, lo que hacemos no nos afecta sólo a nosotros. Frente a la ideología del “yo hago lo que quiero con mi X (coche, perro, piso, aparato de música…) porque es mío”, la interdependencia nos dice que todo lo que hacemos afecta a otras personas, presentes y futuras. La crisis ecológica del calentamiento global lo ha puesto en evidencia de forma contundente. Si me traslado en automóvil, en lugar de en bicicleta o autobús, afecto al resto de personas, presentes –contribuyo a aumentar el ruido, los atascos, la contaminación- y futuras -intensifico el calentamiento global-.

El automóvil ejemplifica de forma modélica la diferencia ética entre la visión individualista y la de la interdependencia. En la primera, yo me compro mi coche y tengo derecho a ir con mi coche a donde yo quiera –y me indigno si las carreteras están en mal estado, si me suben el impuesto de circulación, si me ponen trabas para circular con mi coche por el centro de la ciudad, si no encuentro aparcamiento-. En la segunda, puedo ir en automóvil porque una trama de interdependencias lo ha hecho posible: se dedica dinero a construir y mantener carreteras -y no trenes, o puertos, o viviendas sociales, o parques…- y a financiar un formidable contingente de fuerzas de seguridad dedicadas a regular el tráfico, se reserva la mitad del espacio público urbano a los coches (a que circulen, a que aparquen), se dedican vastos recursos de sanidad a las consecuencias de los accidentes de tráfico, etc. A su vez, el uso del automóvil genera múltiples consecuencias: en contaminación, en ruido, en víctimas de la carretera, en chatarra, en atascos…

La conciencia de la interdependencia provoca también una forma particular de concebir las políticas estatales, una forma opuesta a la más extendida, el individualismo. Numerosas políticas contemporáneas parten del supuesto de que las decisiones las toman individuos aislados. Así, se ha pretendido luchar contra el desempleo reformando los supuestos déficits de los desempleados: si no encuentran trabajo es porque adolecen de alguna carencia –de voluntad, de formación-. Frente a esta concepción de las políticas y los problemas sociales, el concepto de interdependencia nos conmina a rastrear toda la red de relaciones que produce determinadas realidades –desempleo, pobreza, abandono escolar…-, en lugar de acusar a los desempleados, a los pobres, a los que abandonan la escuela.

El contraste entre ambos enfoques –el individualista y el de la interdependencia- se aprecia muy bien en las políticas de salud pública. Muchas políticas de prevención parten de una concepción individualista: así, adelgazar sería esencialmente una cuestión individual -en muchos casos, de fuerza de voluntad-. Sin embargo, cuánta voluntad necesitemos para comer alimentos poco calóricos o para hacer gimnasia o ir a la piscina depende de dónde vivamos, de con quién nos relacionemos. Unos sociólogos de la salud lo llaman recursos colectivos: si vivo en un entorno de familias de clase media alta con títulos universitarios, me relacionaré y comeré cotidianamente con personas que siguen diariamente dietas bajas en calorías: no me costará esfuerzo seguir esas dietas. Todo lo contrario ocurre cuando vivo en un entorno donde todos aprecian las comidas calóricas -la carne bien grasa, el pescado frito, los guisos “con sustancia”- y disfrutan reuniéndose para celebrar consumiendo en abundancia esos alimentos. Cuando una vive rodeada de personas que se deleitan consumiendo alimentos grasos necesita muchísima más fuerza de voluntad que cuando una vive rodeada de gente que controla constantemente sus calorías. Es mucho más fácil estar delgada cuando te reúnes con tus amigas en el gimnasio y luego desayunáis, en la cafetería del gimnasio, una tostada de pan integral con queso fresco 0,0%, que cuando te reúnes con tus amigas a desayunar en la churrería enfrente del mercado. Frente al enfoque individualista, la perspectiva de las interdependencias indagaría cómo modificar los entornos para facilitar la voluntad de adelgazar en lugar de culpabilizar a las personas.

Dos investigadores norteamericanos, Nicholas A. Christakis y James H. Fowler, lo han puesto de relieve con la práctica de fumar. En un artículo muestran cómo en las últimas décadas muchas personas han dejado de fumar, pero no lo han hecho de forma aislada, sino grupalmente y de forma escalonada: primero una persona, enseguida su pareja, más adelante un amigo o un pariente, luego tres más…. Cuantas más personas de mi red cotidiana dejen de fumar, más probable es que yo también lo haga. Quienes hemos fumado durante muchos años e intentado varias veces dejar el tabaco podemos entender perfectamente la lógica: es muy difícil dejar de fumar si cuando luego sales con amigos o parientes todo el mundo saca un paquete de tabaco; todo cambia por completo cuando vas con personas que no fuman. Fumar no es un simple asunto individual.

Mis fracasos no son sólo míos, mis éxitos no son sólo míos. Y los fracasos y éxitos de los demás no son sólo de ellos. Dependen, aparte de lo que hagamos cada uno, de lo que hacen todos los demás. Quizás la labor política más importante actualmente sea poner en evidencia la interdependencia. La conciencia de la interdependencia le da un nuevo sentido a la palabra solidaridad: no simple ayuda a un individuo ajeno, sino conciencia del lugar que ocupamos en el entramado, del hecho de que todos dependemos de los demás.

Texto adaptado del discurso pronunciado como padrino de las promociones del grado de sociología y del doble grado de sociología y ciencias políticas de la Universidad Pablo de Olavide en junio de 2018.

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Sobre el autor/a

Enrique Martín Criado

Enrique Martín Criado

Profesor de sociología en la Un. Pablo de Olavide y doctor en sociología por la Universidad Complutense de Madrid, con la tesis “Estrategias de juventud” (publicada como “Producir la juventud”, Istmo, 1988). Ha publicado libros y artículos sobre teoría sociológica, técnicas cualitativas de investigación, análisis de discurso, sociología de la educación, transformaciones de las clases populares, sociología de la alimentación o sociología del trabajo. Entre sus publicaciones recientes destacan “La escuela sin funciones. Crítica de la sociología de la educación crítica” (Bellaterra, 2010), “Les deux Algéries de Pierre Bourdieu” (Ed. du Croquant, 2008) y “Conflictos por el tiempo” (coeditado junto a Carlos Prieto, C.I.S., 2015). Miembro fundador del colectivo “Denunciemos los abusos patronales”.

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