Caso Cortegana: suma y sigue

Artículo publicado en la Revista: "Gitanos, pensamiento y cultura" de la Fundación Secretariado Gitano, diciembre del 2004

Varios niños víctimas de graves quemaduras. Centenares de personas forzadas al destierro. Decenas de hogares destrozados en el transcurso de movilizaciones en las que millares de manifestantes -en algún caso con la colaboración de ediles actuando como banderín de enganche del odio vecinal- prestaron, con sus enardecidos gritos, el aliento necesario a los grupos ejecutores de los daños, aplaudidos por muchos más.

Aquellos fueron, en conjunto, los principales saldos de uno de los seriales de violencia contra grupos y propiedades de la etnia gitana más dramáticos, llamativos y trascendentes de la historia reciente de España. El escenario lo recuerdan en estos días las gentes de este país. Tres pueblos jiennenses localizados en un área de apenas cuarenta kilómetros: Torredonjimeno (1984), Martas (1986) y Mancha Real (1991}. En algunos de estos lugares, las relaciones con el grueso de las comunidades gitanas locales eran, con anterioridad a los conflictos, mucho más fluidas de lo que tendemos a imaginar cuando reparamos sólo en la violencia étnica, la cual, además de representar el núcleo duro del racismo, dinamita puentes de convivencia interétnica, a veces forjados durante generaciones.

Recientes acontecimientos que conservan aterradoras convergencias con aquellos de Jaén, como los por unos días en el candelero de la onubense Cortegana (5.000 habitantes, unos 250 de ellos gitanos), muestran, sin embargo, el error y riesgo que supone atribuir estos casos a singularidades provinciales o comarcales, bajo la creencia complacida de que todo es cuestión de «regiones culturales del racismo». Deberíamos empezar a tomar nota de que estos casos tienden a reaparecer de su letargo, o aparente clandestinidad social, con fuerzas renovadas. Y en escenarios diversos.

Podemos en algunas coyunturas estar tranquilos, no obstante. No hay indicios de que, porque un vecino británico o italiano cometa uno o dos crímenes execrables, se vayan a producir ataques civiles contra las colonias de esta categoría de ciudadanos establecidos en pueblos de la Costa del Sol. En estas situaciones las poblaciones mayoritarias sí parecen haber asumido que es al Estado a quien corresponde, de manera indivisible, la represión y sanción ante actos delictivos por los que pagan individuos, no colectivos.

Sin embargo, cuando el autor de un crimen es identificado como miembro de la comunidad aupada desde hace siglos a la jerarquía del rechazo etnicista en España, y el Estado contribuyó mucho a que así fuera, la cosa cambia. Las posibilidades de violencias civiles siguiendo marcas étnicas se multiplican si de algún crimen y de algún vecino gitano en calidad de victimario hablamos. Lo sabemos, pero parece que actores con responsabilidades institucionales en la garantía de la convivencia interétnica no quieran darse cuenta a tiempo. Lo habitual en estas coyunturas críticas es «pasarse la patata caliente», mientras se deja el horno encendido a la máxima potencia. Hasta que explota.

En las hemerotecas también enterramos los sucesos de la alicantina Almoradí, en junio de 2000. Una vez más sin extraer las lecciones debidas. Y llegó Cortegana. También en Almoradí, como en la bella villa onubense hace días, hubo un crimen execrable, a cargo de uno o varios individuos que han de ser juzgados por sus actos delictivos, no por su ascendencia étnica. También en Almoradí, como en Cortegana durante otra reactualizada noche patria de cristales rotos, hubo manifestaciones que acabaron en festivales de violencia etnicista. Se trata la mayoría de las veces -la lista es larga- de actos acaecidos en el transcurso de movilizaciones convocadas por alcaldes presionados por sus clientelas locales mayoritarias. Por ediles que se juegan en estos momentos críticos, tensos y dolorosos, buena parte de su nota final medida en votos a los que no parecen dispuestos a renunciar, en aras de la salvaguarda de principios fundamentales del Estado de Derecho; ahí está si no la actuación del alcalde de Cortegana contra el que ya se han abierto diligencias. Principios éstos cuyas posibilidades de violación a cargo de grupos de la población civil mayoritaria pueden preludiarse. Los antecedentes abundan. Pero pesa más, pareciera. la Sociología electoral aplicada a las localidades donde se gobierna o aspira a gobernar, que el Derecho Constitucional.

De ello deberían, también, tomar más firme nota los responsables de las fuerzas de orden público. En Mancha Real y Almoradí, donde también mediaron días entre los homicidios y las protestas, se permitió que grupos de manifestantes llegaran a las puertas de las viviendas gitanas,  comenzando los destrozos. Sin negar que las fuerzas de seguridad han contribuido a evitar, al menos en Cortegana, una tragedia aún mayor en la que no olvidamos incluir al joven asesinado, cabe preguntarse ¿qué «razones de orden técnico» se esgrimirán ahora para explicar que, en un pueblo de angostas calles, se permita que un grupo de manifestantes se desgajen, una vez más, de la multitud que les alienta para llegar a las puertas de los predecibles objetos de la ira etnicista por el mero hecho de ser, y querer seguir siendo, vecinos gitanos? ¿Cómo pueden consentirse de
tacto manifestaciones que, se sabe, comenzarán con demandas de seguridad ciudadana, para transformarse en expresiones públicas que violan la seguridad de otros ciudadanos, y sus derechos básicos? Imágenes hay de la mayoría de los casos.

Deberíamos empezar a tomar nota de que estos casos tienden a reaparecer de su letargo, o aparente clandestinidad social,
con fuerzas renovadas. Y en escenarios diversos

«Fuera los gitanos» se gritó en la también convocada como «pacífica» manifestación de Mancha Real que precipitó al destierro de su pueblo a una treintena de vecinos. Lo mismo se gritó en aquel otro antecedente que fue Martos: más de cien personas en un destierro olvidado, que se resolvió con indemnizaciones a las familias gitanas por parte de la administración andaluza. En vez de con la recomposición de la convivencia interétnica destrozada por el fuego que arrasó una veintena de viviendas, apenas dos años después de aquel otro incendio jaleado en el vecino Torredonjimeno, por el cual nadie pisó la cárcel, salvo un vecino gitano que cometió otro grave delito, pero no quemó una vivienda con niños dentro. Y «fuera los gitanos», una vez más, ha sido el grito extendido {no recogido en el lema oficial de la manifestación, pero predecible) de la regresión democrática de Cortegana.

El problema de estos acontecimientos no es sólo la violencia. El problema también es el día después para las relaciones interétnicas. Por donde trotan las marchas etnicistas -las llamadas espontáneas y las planificadas- tarda en crecer la hierba. Los conflictos étnicos nos sólo destapan arraigados y extendidos prejuicios que fagocitan la diversidad de comportamientos entre miembros de cualquier «cultura». Los conflictos crean etnicidad.

Solidifican zanjas y divisorias étnicas, aún allí donde payos y gitanos colaboraron durante generaciones en establecer los cimientos -los hechos de Cortegana y de otros sitios muestran cuán frágiles- de la convivencia. Otra vez sacudida, aunque en este caso los gitanos sigan en el municipio.
Tal vez con su confianza en el Estado de Derecho suspendida, una vez más, atendiendo a su renovada experiencia histórica como pueblo abandonado a la suerte de clamores etnicistas que se repiten. Y contra los que no se vienen desplegando fórmulas de mediación, prevención y represión eficaces.

Cabe esperar y exigir que se delimiten al máximo responsabilidades tras lo sucedido en Cortegana. Sin embargo, aún en ese caso, el pesimismo aflora. Mucho nos tememos que, si hay detenciones, asistamos a la reactualización del «Fuenteovejuna, señor». Otra pauta habitual de este tipo de casos. De los que volveremos a acordamos cuando un nuevo caso Cortegana irrumpa en la agenda informativa, y nuestros políticos escenifiquen reuniones y respuestas institucionales que, si de gitanos hablamos, suelen llegar demasiado tarde.

Artículo publicado en la Revista: «Gitanos, pensamiento y cultura» de la Fundación Secretariado Gitano, diciembre del 2004

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Sobre el autor/a

Manuel Ángel Río Ruiz

Profesor del Departamento de Sociología de la Universidad de Sevilla desde 2003. Antes estudió Sociología en la Universidad de Granada y enseñó en la Universidad de Jaén. En el campo de la Sociología de la Educación ha publicado sobre desigualdad de oportunidades educativas y becas, relaciones familias-escuelas, procesos de etiquetaje y absentismo escolar. Ha dirigido varios proyectos de investigación sobre estas temáticas. Otra parte de sus publicaciones e investigaciones, en la línea de su tesis premio extraordinario de doctorado, se han centrado en relaciones interétnicas, disturbios etnicistas y antigitanismo en la España reciente. Escribió “Violencia étnica y destierro. Dinámicas de cuatro disturbios antigitanos en Andalucía”.

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