La digitalización de la administración pública es vista por mucha gente como un gran avance que permite agilizar la burocracia. Sin embargo, para las personas afectadas por la brecha digital no solo no supone una ventaja, sino que está dificultando las relaciones con la administración pública. Crear un servicio de acompañamiento a los trámites digitales contribuiría a paliar esta desigualdad emergente.

La doble cara de la administración digital
Foto: Ketut Subiyanto vía Pexels

No les descubro gran cosa si les digo que desde hace unos años todos los niveles de la administración han apostado decididamente por digitalizar sus relaciones con la ciudadanía, proceso que se ha acelerado considerablemente desde la pandemia de COVID-19. No solo es que cada vez haya más trámites que ahora pueden realizarse a través de Internet, es que en muchas ocasiones la propia administración está obligando a los ciudadanos a que esa sea la única forma de llevarlos a cabo (y al hacerlo, por cierto, podrían estar incurriendo en una flagrante ilegalidad). Para muchas personas esto ha supuesto un avance que solo cabe aplaudir: ¿quién no va a preferir pagar sus impuestos o pedir una cita médica cómodamente desde el ordenador de su hogar o su móvil, sin necesidad de tener que pedir permiso en el trabajo, esperar largas colas o llamar insistentemente a un número de teléfono al que nadie parece responder? La administración electrónica promete, al fin, agilizar y reducir esa burocracia que a todos nos fastidia tanto.

Bien, ahora les propongo un ejercicio. Intenten entender esta frase:

“Chicos, estoy lidiando con un problema de stack overflow en el backend, y parece que el RAID está actuando de manera extraña. He intentado debuggear con GDB, pero cada vez que intento tracear el kernel, me encuentro en un laberinto de registros que parece más un checksum de criptografía cuántica que una solución lógica.”

Estoy seguro de que, con la honrosa excepción de aquellos que estén habituados al lenguaje de la programación informática, para la mayoría de ustedes esta frase es como si estuviese escrita en chino arcaico. De hecho, yo mismo desconozco siquiera si tiene algún sentido, porque he pedido a ChatGPT que me ayude a escribirla. Pues bien, una persona que no está acostumbrada a utilizar un ordenador en su vida cotidiana o que solo se conecta a Internet para utilizar redes sociales o aplicaciones de mensajería instantánea sufre la misma desorientación y sensación de impotencia ante palabras que quizá usted tenga mucho más integradas como PDF, cl@ve pin, certificado digital, paquete Office o SPAM.

Piense usted en personas con oficios manuales, que no necesitan utilizar ordenador en sus trabajos y que cuando vuelven a casa después de una jornada laboral larga y físicamente exigente tienen que comprar, hacer la cena, ayudar a los hijos con los deberes y, en fin, todas las tareas domésticas y de cuidados que, además, no pueden subcontratar a empleadas de hogar, como sucede en las familias con mayores recursos económicos. Es comprensible que, en el poco tiempo libre que les queda, prefieran utilizar las tecnologías de la información con fines de ocio y escapismo en lugar de ponerse al día con esos desarrollos informáticos que otras personas, como yo, vamos aprendiendo paulatinamente porque forma parte de nuestro trabajo.

Tampoco podemos olvidar que las familias con mayores dificultades económicas son las más que más dependen de las transferencias del estado del bienestar, que proporcionan una estabilidad de ingresos -y por consiguiente, vital- sin la que resulta inviable disfrutar de una mínima autonomía y plantearse estrategias de futuro. Y como la administración desconfía por sistema de los pobres, sobre los que siempre recae la sospecha de abusar de las ayudas o acomodarse en la cultura de la dependencia, los requerimientos para documentar que realmente necesitan esas ayudas resultan exigentes y farragosos. Les invito a tramitar la solicitud para recibir el Ingreso Mínimo Vital si no me creen.

Así pues, las personas más afectadas por la brecha digital son también las que más necesitan apoyarse en las ayudas públicas y, por esta razón, las que a menudo más tienen que lidiar con el laberinto de agentes, instituciones y convocatorias del sistema de bienestar. Muchos trámites y una falta de recursos temporales y culturales para realizarlos. Porque la sensación de acudir a una oficina y afrontar a la sensación de incertidumbre e indefensión que acompaña a las relaciones entre ciudadano y administración pública podía ser estresante e incluso desagradable, pero al menos se veía acompañada por un empleado público que, mejor o peor, podía servir de guía y referente. Ahora, el solicitante se ve enfrentado a una fría pantalla, con aplicaciones complejas y poco intuitivas (y en no pocas ocasiones pensadas más para facilitar la vida del programador o el administrativo que la del ciudadano), con instrucciones redactadas en un lenguaje complicado y con frecuencia sin la posibilidad de consultar dudas. Es por esta razón que la digitalización de la administración, que a muchos de nosotros nos parece un fantástico progreso, se ha convertido en un quebradero de cabeza para muchas otras personas.

La respuesta de la administración a esta problemática ha sido la que suele proporcionar nuestra sociedad para cualquier problema: cursos de formación. Se están invirtiendo ingentes cantidades de dinero público en realizar cursos para que los ciudadanos que tienen más dificultades con las nuevas tecnologías se adapten a esta nueva realidad administrativa que, por supuesto, se considera inevitable. Pero, como mostramos en una investigación reciente, no son demasiado efectivos. Para desesperación de los distintos técnicos de inclusión que los imparten, los asistentes a estos cursos terminan volviendo a pedirles que les ayuden con sus distintos trámites y solicitudes, cuando no que los hagan por ellos. Como suele suceder en estos casos, los técnicos lo achacan a la supuesta indolencia y pasotismo de los pobres, uno de los tópicos más persistentes sobre las clases desfavorecidas, incluso entre quienes trabajan cotidianamente con ellas.

En realidad, sucede que las condiciones materiales de las clases desfavorecidas no son nunca las mejores para asistir a cursos de formación o para consolidar los aprendizajes, ya que como es bien sabido, lo que no se practica se olvida con rapidez. Hay que insistir una vez más: para quienes tienen un trabajo intelectual o de gestión, formarse e informarse es parte del propio trabajo y a menudo el aprendizaje se produce en horario laboral, ya sea de a través de acciones formativas explícitas o de forma más sutil y paulatina (le pregunto a un compañero cómo se hace tal cosa, me lo enseña, lo voy practicando hasta que lo domino por mí mismo). Quienes no disfrutan de esas condiciones deben hacer un sobresfuerzo para formarse o practicar lo aprendido, compatibilizándolo con las obligaciones familiares y laborales. A ello hay que añadir dificultades de aprendizaje: de comprensión de un lenguaje alambicado y poco familiar para personas con menor capital cultural, de memoria en el caso de los ancianos, barreras lingüísticas en el caso de los migrantes cuyo idioma de origen no es el castellano, etc.

Además, está el miedo a no cumplimentar correctamente los trámites. No podemos olvidar lo mucho que se juega una familia con dificultades económicas cuando solicita una ayuda pública. No es lo mismo reclamar una multa por exceso de velocidad o solicitar una plaza en un viaje subvencionado por el IMSERSO que pedir una ayuda económica de la que una familia dependa para llegar a fin de mes o una beca sin la que los hijos no podrían ir a la universidad. La magnitud de lo que está en juego en unas y otras no es ni remotamente parecido, el impacto que tiene en la vida de las personas que la solicitud no se resuelva favorablemente es mucho mayor, y por consiguiente el miedo a no haber rellenado correctamente los impresos o cumplido con los requisitos formales se incrementa considerablemente.

Ante estas dificultades, las personas afectadas por la brecha digital hacen exactamente lo mismo que ustedes, que yo o que un empresario que contrata un gestor o un consultor financiero para administrar sus inversiones: intentar satisfacer sus necesidades de la manera que les resulte menos costosa. Y en su caso, es más efectivo pedir ayuda a terceros en los que se confía, como los técnicos de inclusión o familiares más sueltos en el manejo de las TIC, que empeñarse en aprender algo que les resulta ajeno, difícil de manejar, en el que cualquier error parece irreversible y que entienden no van a utilizar más que de forma puntual. En nuestro estudio incluso descubrimos que, en algunos casos, familias de origen migrante prefieren pagar pequeñas cantidades a los consultorios regentados por personas de su comunidad para que les ayuden a tramitar sus papeles, con todos los riesgos que ello comporta en términos de privacidad, errores en la presentación de las solicitudes, etc.

Así pues, habilitar un servicio permanente de acompañamiento de las gestiones virtuales resulta una medida mucho más efectiva para combatir la brecha digital que los cursos de formación. Con suficientes profesionales, que se manejen con soltura con la administración digital, especializados en los diferentes trámites y a los que se les permita actualizar periódicamente sus conocimientos, porque, para colmo de males, los procedimientos administrativos y las aplicaciones cambian continuamente y aparecen trámites nuevos sin parar. Sin duda una inversión importante, pero que tendría mucho más impacto que unas acciones formativas en las que, merece la pena insistir, se está gastando grandes cantidades de dinero público sin obtener apenas resultados.


Entrevista realizada por parte de la Asociación Sevillana de ONGD-ASONGD

Brecha Digital en los barrios desfavorecidos

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Sobre el autor/a

José Antonio Cerrillo Vidal

Jose Antonio Cerrillo

Profesor Ayudante Doctor en el Departamento de Sociología de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla. Licenciado por la Universidad Complutense de Madrid y doctorado por la UNED. Ha trabajado en el IESA-CSIC entre 2005 y 2013 y en la Universidad de Córdoba entre 2012 y 2023. Es co-autor de tres libros y ha publicado en revistas como Medical Teacher, Revista Internacional de Sociología, Reçerca, Empiria, Arbor, Advances in Applied Sociology, Athenea Digital o Sistema, entre otras. Es miembro de la unidad de investigación Etnocórdoba-Estudios Socioculturales, la Red EOL de estudios sobre el final de la vida y de la Red Iberoamericana de Investigación en Imaginaros y Representaciones. Entre sus principales líneas de investigación se encuentran la sociología de la salud, los estudios culturales, la metodología cualitativa y las relaciones entre territorio, desarrollo y medio ambiente.

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