El sesgo de deseabilidad social consiste en adecuar nuestra respuesta a un cuestionario para dar una imagen lo más favorable posible. Ese sesgo compromete seriamente la validez de la mayoría de las encuestas.

Encuestas y sesgo de deseabilidad social
Desfile de locos celebrado en San Miguel Allende, México. © Tomas Castelazo, www.tomascastelaz.com /Wikimedia Commons / CC BY-SA 4.0

¿Nos preocupa mucho el cambio climático? En un reciente artículo, Javier Callejo resaltaba la enorme discrepancia que existía al respecto entre dos fuentes de información. Por un lado, si atendemos a las encuestas, el cambio climático preocupa enormemente a la mayoría de los españoles. Por otro, cuando se les reúne en grupos de discusión a hablar de sus principales preocupaciones, apenas se alude al cambio climático y, cuando se menciona, es para banalizarlo –tenemos preocupaciones más serias y urgentes– o para cuestionarlo –no será tan grave-. ¿Podemos estar muy preocupados por algo que no nos parece preocupante? ¿O quizás estemos respondiendo en la encuesta lo que suponemos que deberíamos responder? Todo apunta a esta última explicación: se conoce en sociología como sesgo de deseabilidad social.

La detección de este sesgo es tan antigua en sociología como la propia encuesta. El sociólogo estadounidense LaPiere lo mostró de forma contundente en un artículo de 1934, donde contraponía las acciones directamente observadas a las respuestas a un cuestionario. Para ello viajó en varias ocasiones durante dos años por Estados Unidos con una pareja china culta. Los tres viajeros se alojaron en 66 hoteles, pensiones y campings y comieron en 184 restaurantes. La pareja china fue bien recibida y atendida en casi todas partes, y sólo se les negó alojamiento cuando llegaron a un camping a una hora muy tardía. Seis meses después LaPiere envió un cuestionario a los establecimientos que habían visitado. En este cuestionario se preguntaba, entre otras cosas, por sus normas étnicas de admisión: había una larga lista de nacionalidades y etnias para que se marcara si se les aceptaba en el establecimiento. Respondieron el cuestionario 128 de los 250 negocios visitados. El 91% contestó que no aceptaría a chinos -en aquella época un buen hotel o restaurante sólo admitía a blancos, lo socialmente deseable era ser racista-.

Poco después, en la década de 1940, varios investigadores recogieron datos, a partir de registros oficiales, sobre la población de Denver: cuántos votaban, cuántos donaban dinero y cuántos eran socios de una biblioteca. Después hicieron una encuesta: sus resultados eran muy distintos. Así, un 63% dijo que había votado en las últimas elecciones generales, cuando sólo lo hizo un 36%; o un 67% declaraba haber hecho recientemente una donación, cuando sólo donó un 33%.

Enormes disparidades entre declaraciones y prácticas

Desde estas investigaciones pioneras, múltiples estudios han puesto de relieve la enorme discrepancia entre lo que se declara en las encuestas y el comportamiento observado por otros medios:

– Según las encuestas, las mujeres heterosexuales en EE.UU. mantienen de media 55 relaciones sexuales al año y utilizan condones en un 16% de relaciones. Eso supondría 1100 millones de condones al año. Preguntando a los hombres heterosexuales, se utilizarían 1600 millones. Según los datos de venta de condones, se venden 600 millones anualmente.

– La asistencia religiosa declarada en encuestas en EEUU duplica la real

– El visionado de informativos televisivos en EEUU declarado en encuestas triplica el real

– Los empresarios declaran que no discriminan por raza al contratar, pero cuando les llegan candidatos negros los contratan mucho menos que a candidatos blancos con curriculums idénticos.

Los ejemplos se podían multiplicar. Siempre que un atributo o práctica está claramente valorado de forma positiva o negativa, las respuestas se inclinarán hacia lo política o socialmente correcto. Por ello, en las encuestas se declara menor consumo de tabaco, alcohol, drogas o alimentos, menor peso corporal, menores infracciones al volante o menores actitudes racistas, a la vez que más uso de preservativos, más asistencia a iglesias, gimnasios o museos, comportamientos más saludables, mayor dedicación a los hijos, divisiones de trabajo doméstico más igualitarias o mayor uso del cinturón de seguridad. Irwin Deutscher, en What we say / what we do, revisó exhaustivamente las investigaciones que contrastaban declaraciones y prácticas, concluyendo que las respuestas a cuestionarios no permiten predecir los comportamientos debido a la débil relación entre ambos.

Encuestar es una relación social

Para entender esa enorme disparidad entre lo que contestamos en las encuestas y lo que hacemos hemos de tener en cuenta un hecho fundamental: encuestar es una relación social. Y según la relación social implicada, decimos y hacemos cosas distintas.

La encuesta supone un tipo de relación social bastante extraordinario: una persona que no nos conoce de nada penetra momentáneamente en nuestra intimidad y nos formula muchas preguntas sobre lo que hacemos y lo que pensamos –algo que no permitimos habitualmente a extraños-.

En estas circunstancias, la persona encuestada puede presentarse como buenamente quiera: la encuestadora es una extraña y no puede comprobar la veracidad de las declaraciones. Es más, para poder completar la encuesta y que la encuestada no abandone, la encuestadora no ha de cuestionar ninguna respuesta, por inverosímil que parezca. Las respuestas, además, no comprometen en absoluto a la persona encuestada: puedo declararme muy preocupado con el cambio climático y seguir utilizando el automóvil para todos mis desplazamientos.

En estas circunstancias es lógico que encontremos una característica, según Goffman, habitual en las interacciones: la idealización. Tendemos a presentar en público la actuación más acorde con el ideal de rol o estatus que representamos –esto es, a presentarnos como buenos ciudadanos, buenas madres, buenos cristianos, etc.-. Por ello, como decía Jesús Ibáñez, la encuesta funciona como un examen: la persona encuestada se siente juzgada, examinada, y tiende a dar la buena respuesta. Una anécdota que me contó en cierta ocasión Francine Muel-Dreiffus -socióloga que había colaborado en las encuestas sobre museos que dirigía Pierre Bourdieu- ilustra este punto. Una vez abordó a una familia de clase obrera que salía de un museo para solicitarle participar en la encuesta. El padre, enojado, le contestó: “no sólo hemos tenido que pasar el domingo en el museo, además ahora nos hacen un examen”.

Una situación muy similar vivieron unos amigos míos que estuvieron trabajando de encuestadores en una investigación sobre alimentación. Cada lunes debían ir a un colegio distinto y entrevistar a madres sobre la comida que habían ingerido sus hijos el fin de semana. Luego les proporcionaban unos cuestionarios que las madres rellenaban en casa, anotando todos los alimentos que tomaban sus hijos, y que revisaban con los encuestadores el miércoles y el viernes –día de finalización de la encuesta en ese colegio-. En ocasiones, cuando la madre escuchaba que ese era el último día de la encuesta, preguntaba: “Entonces, ¿ya puedo dar de comer normal a mi niño?”.

El hecho de que encuestar sea una relación social provoca, asimismo, que las respuestas varíen en función de quién encuesta. Así Schuman, Steeh, Bobo y Krysan (1985) compararon las encuestas sobre actitudes raciales realizadas a blancos en el sur de EEUU: cuando la persona encuestadora también es sureña suscriben enunciados más racistas que cuando la perciben como norteña.

Mentimos porque nos mentimos

A menudo se asimila el sesgo de deseabilidad social a mentiras deliberadas: ocultaríamos nuestras verdaderas acciones a los encuestadores, manipularíamos maquiavélicamente nuestra imagen. Sin embargo, la sensación más habitual cuando se encuesta es que la persona encuestada contesta con sinceridad.

¿Podemos proporcionar con toda sinceridad informaciones falsas sobre nosotros mismos? Perfectamente. Basta con mentirnos a nosotros mismos, basta con creernos la imagen que pretendemos que los demás tengan de nosotros. Stephens-Davidowitz, en su libro Todo el mundo miente, ofrece numerosas pruebas de ello. Así, el 90% de los profesores universitarios piensan que su trabajo está por encima de la media. Aunque no hace falta que uno adolezca de la falta de humildad de un profesor universitario. Basta con un poco de autocomplacencia. Contestamos lo que creemos que somos, que se parece más a lo que queremos ser que a lo que objetivamente somos. Así, imaginemos que nos preguntan por nuestro peso corporal. En el último mes nos hemos pesado en varias ocasiones: unas veces la balanza marca 83, otras 85, otra 82, otra 81. Hace un año, la balanza marcaba 79, 81, 82… Si nos preguntan por nuestro peso, ¿cuál es? 80. ¿Por qué? Sigamos el razonamiento –no explícito- de la persona encuestada: Porque ése es mi peso normal, sólo que últimamente he tenido algunos días malos (un cumpleaños, una comunión, unos torreznos…) en que la balanza marcaba más, pero eso era transitorio, “en realidad” peso en torno a 80 kilos, kilo más, kilo menos.

Consecuencias del sesgo

Este sesgo tiene enormes consecuencias cuando pretendemos investigar la sociedad a partir de los datos de encuestas: éstos pueden distanciarse tanto de la realidad que pierden toda validez. Stephen-Davidowitz cuenta que, según las encuestas, el prejuicio étnico estaba desapareciendo en EEUU. No obstante, numerosos datos sobre prácticas cotidianas contradecían ese “dato”. Para salvar las encuestas, algunos investigadores inventaron el concepto de “prejuicio latente”: pensamos que no somos racistas, pero el racismo sigue influyendo de forma no consciente en nuestro comportamiento. Stephen-Davidowitz rebate esta teoría: en google hay muchísimas búsquedas con “nigger”, el término despectivo para negro en EE.UU. El prejuicio no es latente: simplemente no se cuenta en las encuestas. Otros investigadores han llegado a conclusiones similares respecto a la división de trabajo doméstico: buena parte del avance en la igualdad de género que reflejan las encuestas se debe a que ha aumentado la distancia entre las prácticas declaradas y las efectivas.

La distorsión que introduce este sesgo puede ser descomunal cuando se trata de “medir” actitudes o valores. La encuesta de actitudes o de valores pretende captar lo que pensaría y haría el individuo liberado de toda constricción o de todo juicio ajeno sobre su comportamiento. Pero ese individuo no existe: siempre opinamos ante otros y actuamos en situaciones que comportan presiones y constricciones. La búsqueda de las verdaderas actitudes cuando se actúa sin constricciones situacionales deriva en absurdos: ¿la verdadera solidaridad se manifestaría cuando no tuviera ningún coste? Esta ausencia de constricciones situacionales provoca que las encuestas de valores ofrezcan una imagen tan virtuosa de la población: aquí quedar bien no cuesta nada. ¿Manifestaría usted su apoyo público a una compañera que está siendo acosada por el jefe? En una encuesta, seguramente. En una empresa donde la consecuencia de tal apoyo puede ser el despido, quizás….

Una distorsión especialmente llamativa que introduce este sesgo afecta a la diferencia de prácticas y valores entre las distintas clases sociales. Los estratos con estudios superiores suelen aparecer en las encuestas como más democráticos, igualitarios, ecologistas, a la vez que como menos machistas, racistas, xenófobos… Jackman y Muha mostraron que en buena parte esto se debe a que defienden sus intereses con mayor sofisticación retórica: se preocupan más por dar respuestas políticamente correctas. En otras palabras, muchos datos que reconfortan la soberbia meritocrática –los que tenemos estudios somos mejores– pueden ser en gran medida efectos de la desigual distribución social del sesgo de deseabilidad social -las clases cultivadas no son mejores; en todo caso, mienten más-.

Lo pude comprobar con Carmuca Gómez Bueno en el artículo Discrepancias entre progenitores e hijos en las encuestas sobre familia y educación donde comparábamos, en una encuesta sobre educación, lo que contestaban los hijos y los progenitores. Cuando atendíamos a las respuestas filiales, las diferencias en prácticas educativas parentales entre clases sociales eran reducidas. Sin embargo, cuando contestaban los progenitores, las diferencias se ampliaban mucho, debido a que las respuestas de madres y padres de los estratos superiores se adecuaban más a los mandatos pedagógicos de los expertos legítimos en educación. Preguntando a los progenitores, las familias de clases medias y altas discutirían menos, mantendrían más los castigos y acostarían a los hijos más temprano. El sesgo de deseabilidad social nos devuelve, como los espejos de la calle del Gato, un reflejo distorsionado de la diferencia de clases sociales: una distorsión que, como clases cultivadas autosatisfechas, muchos investigadores aceptan sin discusión.

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Sobre el autor/a

Enrique Martín Criado

Enrique Martín Criado

Profesor de sociología en la Un. Pablo de Olavide y doctor en sociología por la Universidad Complutense de Madrid, con la tesis “Estrategias de juventud” (publicada como “Producir la juventud”, Istmo, 1988). Ha publicado libros y artículos sobre teoría sociológica, técnicas cualitativas de investigación, análisis de discurso, sociología de la educación, transformaciones de las clases populares, sociología de la alimentación o sociología del trabajo. Entre sus publicaciones recientes destacan “La escuela sin funciones. Crítica de la sociología de la educación crítica” (Bellaterra, 2010), “Les deux Algéries de Pierre Bourdieu” (Ed. du Croquant, 2008) y “Conflictos por el tiempo” (coeditado junto a Carlos Prieto, C.I.S., 2015). Miembro fundador del colectivo “Denunciemos los abusos patronales”.

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