Antes de explicar un comportamiento por la socialización, hemos de agotar el análisis del entramado de relaciones que impulsan determinadas prácticas. En caso contrario, podemos caer en pseudo-explicaciones circulares.

¿La socialización tuvo la culpa?
Fuente: Fortepan — ID 192 Adományozó/Donor: Fortepan. archive copy at the Wayback Machine. Vía: commons.wikimedia.org

Lo han educado así. Su madre se lo hacía todo, él no se hacía ni la cama”. Con frases similares madres de clases populares justificaban en entrevistas que sus maridos apenas colaborasen en las tareas domésticas y de cuidado. La educación recibida, la socialización, constituía la justificación -la supuesta explicación- de la perpetuación de la desigualdad de género. Estas madres recurrían así a una explicación que es también muy común en las ciencias sociales. Fenómenos como el machismo, el racismo o la ideología política se “explican” muy a menudo invocando una presunta socialización en estos “valores” o “ideas”.

Sin duda, la socialización es importante a la hora de modelar nuestras acciones. Pero ello, ¿nos permite pasar rápidamente de la constatación de un comportamiento a su “explicación” por la socialización? ¿No corremos el riesgo de concluir prematuramente la investigación tomando un atajo rápido y cómodo?

Algunos puntos invitan a la precaución. Consideremos, en primer lugar, las explicaciones por la socialización que se ofrecen en la vida cotidiana. Estas funcionan, en gran medida, como justificaciones o inculpaciones. Así, cuando realizamos una acción “culpable”, podemos intentar defendernos invocando la socialización. “No es mi culpa, me educaron así” sirve aquí como atenuante -no puede hacérseme responsable de impulsos o inclinaciones que no elegí-. Aunque la socialización también puede servir para “explicar” un comportamiento del que uno se precia: “me lo han inculcado desde niño” es una forma de reivindicar la estirpe de procedencia, de orgullo de los orígenes.

Estas explicaciones cotidianas suelen utilizar estratégicamente los orígenes: de entre las múltiples y heterogéneas influencias socializadoras que cada persona ha experimentado, se seleccionan aquellas que concuerdan con el comportamiento actual.

La “explicación” por la socialización funciona, así, en la vida cotidiana como una forma estratégica de presentación de sí. Se ve claramente en el caso que inicia este artículo: al atribuir el machismo de su pareja a la socialización, estas madres exculpaban al marido -y a sí mismas- al tiempo que inculpaban… a sus suegras.

En las ciencias sociales también se recurre estratégicamente a la socialización. Ésta no es invocada de forma sistemática para cualquier comportamiento: se recurre a ella preferentemente cuando se trata de una conducta “tradicional”, que supuestamente perdura durante generaciones. Aunque también puede utilizarse como último recurso de emergencia: la socialización haría el apaño a falta de otra explicación.

El recurso a la socialización también se ha generalizado en buena parte de la sociología que se reclama heredera de Pierre Bourdieu. El concepto de habitus se ha convertido en un oportuno comodín con el que se podría explicar cualquier comportamiento. Ello ha provocado una exuberante proliferación, en la literatura sociológica, de todo tipo de habitus: militantes, burocráticos, científicos, profesorales, estudiantiles, masculinos, femeninos, homosexuales, heterosexuales, católicos, machistas, feministas, juveniles, fascistas, artísticos, violentos, ecologistas, rockeros, futboleros….

El poder de la situación y de la posición

La explicación por la socialización compite siempre con otro tipo de explicación, que podemos denominar situacional: nuestras acciones se desarrollan en entramados de interdependencias que determinan el abanico de comportamientos posibles y probables. La investigación sociológica ha demostrado con contundencia que la ocupación de una posición -por ejemplo, en el seno de una burocracia- supone una estructura de condicionamientos que progresivamente modifica a la persona, modelando su comportamiento.

¿Significa lo anterior que no existen diferencias individuales de comportamiento a igualdad de posiciones? En absoluto. Existen, pero en conjunto son menores en el seno de cada posición que entre personas que ocupan posiciones distintas. Esas diferencias individuales se deben parcialmente a la diferencia de socializaciones previas. Pero también se deben al hecho de que cada persona ocupa múltiples posiciones en diversos entramados -así, dos personas con el mismo trabajo tienen distintas redes familiares, vecinales, de amistades, etc, que conllevan una diferencia de constricciones, compromisos y recursos que inciden en su actividad laboral-.

La explicación por la socialización supone, además, que cada persona tiene una especie de “carácter” fijo modelado en un ambiente socializador homogéneo -que dejaría una impronta unívoca que permanecería toda la vida-. Esta suposición es también falsa. Nos socializamos en una diversidad de ambientes -variadas relaciones familiares, de vecindad, de amistades, escolares, laborales…- que difieren entre sí en los comportamientos que suscitan, en los valores que promueven. Ello provoca que seamos relativamente flexibles en nuestras disposiciones a la acción, que podamos adaptarnos a situaciones muy distintas. En lugar de seres rígidos programados por socializaciones uniformes, somos seres adaptativos, incoherentes, variables. Acostumbrados a movernos en un elenco variado de relaciones sociales, somos capaces de jugar nuestras cartas en tableros muy distintos.

Miles de experimentos de psicología social han mostrado que personas socializadas de formas muy diversas terminan comportándose de forma similar si se les coloca en determinadas situaciones.

Esa importancia de las situaciones explica otro rasgo ampliamente documentado: somos mucho menos estables en nuestros comportamientos de lo que nos gusta pensar y relatar. Las presiones de las situaciones -especialmente las presiones de los grupos de pares- van modelando nuestro comportamiento, que varía según la estructura de la situación y el tipo de personas con las que nos hallemos (para una revisión es muy útil el libro de Ross y Nisbett, 1991).

La estabilidad del comportamiento por la estabilidad de constricciones

Ross y Nisbett nos señalan una aparente paradoja. Por un lado, podemos constatar el enorme peso de las situaciones en la determinación del comportamiento. Por otro, las personas que conocemos y tratamos cotidianamente parecen tener estilos de acción consistentes a lo largo del tiempo -una percepción que también tenemos sobre nosotros mismos-. ¿Cómo podemos conciliar ambos hechos? Ross y Nisbett nos ofrecen una sencilla razón: si habitualmente nos comportamos de la misma manera es porque solemos estar expuestos a situaciones similares. La mayoría de las personas no cambiamos radicalmente de condiciones de existencia, de relaciones sociales: nos vemos sometidos día tras día al mismo abanico de constricciones situacionales. Nuestro repertorio de acciones, por esa razón, es limitado.

Lo anterior no significa que no nos movamos en escenarios heterogéneos, con diferentes configuraciones de constricciones y recursos. Lo hacemos, y nuestra acción se adapta a esa variación –por lo que suele ser menos coherente de lo que nos gusta pensar-. Pero esa variación rara vez es evidente para quienes nos conocen. En efecto, uno de los determinantes situacionales del comportamiento es la audiencia: las personas ante las que nos hallamos y ante las que tenemos –y mantenemos- una imagen (Goffman 1971). Por ello, nuestras amistades, conocidos o compañeros de trabajo sólo suelen vernos en un repertorio restringido de acciones: aquellas donde ellos están presentes. Ello explica las enormes sorpresas que pueden llevarse madres y padres al conocer detalles del comportamiento de sus hijos cuando están fuera de la mirada de sus progenitores.

Evitar las explicaciones circulares

Los comportamientos pueden deberse en parte a la socialización, pero siempre se deben principalmente a la situación en que se hallan las personas y a la posición que ocupan: ambas suponen una configuración de constricciones y recursos que condiciona el comportamiento. Si recurrimos de entrada a la explicación por la socialización o por el habitus, podemos descuidar la investigación de todos los aspectos de la situación de interdependencias que empujan a determinados tipos de acción. Los conceptos de socialización o de habitus, lejos de potenciar la investigación, la paralizarían. De ahí se deduce una sencilla regla: antes de explicar un comportamiento por la socialización hemos de agotar el análisis de todos los elementos que, en la situación actual, impulsan determinadas prácticas.

Muchos abusos de la explicación por la socialización derivan de no respetar esta regla. Se ve claramente en la proliferación de habitus que ha invadido las publicaciones académicas en las últimas décadas. Si un grupo va a misa se atribuye a un habitus católico; si monta en bicicleta, a un habitus ciclista; si colecciona sellos, a un habitus filatélico: rápida y sin esfuerzo, tendríamos la “explicación”. Esta presunta explicación cae en un razonamiento circular: de un comportamiento se infiere un habitus que explicaría el comportamiento. Este razonamiento es circular porque en él sólo tenemos un aspecto empírico: los comportamientos observados –habitualmente, ni siquiera eso: solemos tener declaraciones verbales sobre comportamientos-. De esta observación empírica inferimos algo que no vemos -un habitus- y algo que nos imaginamos –un proceso de socialización que transcurrió décadas atrás-. Ese habitus inferido no es otra cosa que la misma acción convertida retóricamente en disposición a la acción –así, de la acción de coleccionar podríamos inferir un habitus coleccionista, o de un comportamiento machista un habitus machista-.

Frente a estos cortocircuitos explicativos, donde el mismo término sirve a la vez de descripción (comportamiento machista) y de explicación (habitus machista), se impone la regla de recurrir a la explicación por la socialización solamente cuando se haya agotado la exploración de los determinantes situacionales. Esta regla ha de entenderse como una precaución metodológica, no como una afirmación de la irrelevancia del habitus: no se trata de menospreciar la importancia de la socialización, sino de evitar las pseudo-explicaciones circulares y la paralización del análisis.

Podemos ver este peligro de paralización con el ejemplo con el que iniciábamos este artículo. Entre las familias investigadas, unas perpetuaban una división de género más tradicional o patriarcal; otras habían adoptado pautas de división de género menos desigualitarias. Aquí hubiera sido muy fácil recurrir a la explicación por el habitus. Bastaba con explicar los comportamientos más tradicionales por un habitus patriarcal y atribuir las prácticas de aquellas parejas más igualitarias a una toma de conciencia. Esta supuesta explicación mezclaría así el razonamiento circular de las explicaciones por la socialización con una división valorativa del objeto a explicar. Por un lado, divide los comportamientos en buenos –igualitarios- y malos –patriarcales-. Los malos se remiten a la tradición: se explicarían por la persistencia de un pernicioso habitus patriarcal. Los buenos se remiten a la razón: serían el fruto de una feliz e inexplicada toma de conciencia por las parejas más ilustradas, más racionales, en suma, mejores.

Esa explicación por la socialización, además, podría apoyarse en el hecho de que coincide con las razones que daban aquellas madres cuyos cónyuges persistían en una división tradicional de las tareas domésticas -a su marido “lo habían educado así” y no había forma de cambiarlo-. Sin embargo, esta explicación es completamente insatisfactoria: a orígenes sociales y socializaciones similares, encontramos divisiones de género actuales muy dispares en las parejas analizadas.

Recurrir a la socialización como explicación hubiera paralizado completamente el análisis. Hubiera impedido indagar las diferencias en dos ámbitos cruciales. En primer lugar, la historia de la trayectoria de la pareja: elementos como la cercanía de una red familiar o la disponibilidad de cada miembro de la pareja en el momento del nacimiento del primer hijo determinaban el curso posterior de la división de las tareas de cuidado. En segundo lugar, la configuración de las redes de apoyo femenino contribuye a consolidar o a alterar una división de género tradicional.

¿Supone ello que el habitus, la socialización, no juega ningún papel? En absoluto. En nuestras entrevistas lo podíamos ver, una vez tenidos en cuenta los determinantes situacionales, en un tipo de comportamientos específico: aquellos que se hallaban desajustados a los objetivos explícitos de estas madres. Así, en su inmensa mayoría deseaban que sus maridos contribuyeran en mayor medida a las tareas domésticas. Pero en muchos casos eran ellas mismas las que lo impedían al enmendar y volver a realizar las tareas realizadas por sus cónyuges. Así, muchas no podían evitar el impulso de volver a hacer la cama que su marido había hecho previamente: no soportaban ver arrugas en las sábanas. Ese impulso era más fuerte que ellas y se imponía aun cuando reconocían que cediendo a él se arriesgaban a que su marido terminara desentendiéndose de esa tarea.

La socialización importa, pero recurrir a ella sin agotar los determinantes situacionales sólo conduce a pseudo-explicaciones.

Bibliografía

Goffman, Erving. 1971. La presentación de la persona en la vida cotidiana. Buenos Aires: Amorrortu.

Ross, Lee, y Richard E. Nisbett. 1991. The Person and the Situation: Perspectives of Social Psychology. McGraw-Hill.

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Sobre el autor/a

Enrique Martín Criado

Enrique Martín Criado

Profesor de sociología en la Un. Pablo de Olavide y doctor en sociología por la Universidad Complutense de Madrid, con la tesis “Estrategias de juventud” (publicada como “Producir la juventud”, Istmo, 1988). Ha publicado libros y artículos sobre teoría sociológica, técnicas cualitativas de investigación, análisis de discurso, sociología de la educación, transformaciones de las clases populares, sociología de la alimentación o sociología del trabajo. Entre sus publicaciones recientes destacan “La escuela sin funciones. Crítica de la sociología de la educación crítica” (Bellaterra, 2010), “Les deux Algéries de Pierre Bourdieu” (Ed. du Croquant, 2008) y “Conflictos por el tiempo” (coeditado junto a Carlos Prieto, C.I.S., 2015). Miembro fundador del colectivo “Denunciemos los abusos patronales”.

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