Frente a las explicaciones individualistas, la sociología remite los comportamientos a las tramas de interdependencias donde se producen.

Entramados de interdependencias

La epidemia de Covid-19 y el cambio climático han puesto en primer plano un hecho decisivo: la interdependencia entre las acciones de todas las personas que habitamos el planeta. Dependemos mutuamente unas de otras personas que ni siquiera nos conocemos. La huella de carbono que yo genero afecta a personas que viven en la otra punta del planeta. Los viajes en automóvil o avión del resto del mundo me afectan a mí.

Asimismo, la probabilidad de ser contagiados por un virus tampoco depende sólo de nuestros comportamientos. Depende, sobre todo, de los comportamientos ajenos: cuantas más personas guarden las medidas de protección, menos circula el virus y menos probabilidades tenemos de contagiarnos. A su vez, nuestros comportamientos inciden en la propagación del virus y, por tanto, afectan a otras muchas personas. 

El contagio también depende de la propia estructura de la red de relaciones entre personas y de tu posición en esa estructura. Por un lado, cuanto más denso es el entramado de relaciones, cuantas más conexiones establece entre puntos lejanos, más rápido circula el virus. Por otro, cuantas más conexiones tengas con gente muy conectada, más probabilidades tienes de contagiarte.

El concepto de interdependencia supone una visión de la ética y de la política diametralmente opuesta al individualismo. Se ve claramente en las controversias sobre las vacunas. Desde una visión individualista evalúo los beneficios o perjuicios que obtendría -yo o mi familia- por vacunarme. Desde una visión de interdependencias, vacunarse nunca sería un asunto puramente individual. No vacunarse pone en peligro vidas ajenas.

Contemplar las acciones humanas como insertas en un entramado de interdependencias: ésta es la perspectiva de la sociología. Frente a las explicaciones individualistas, la sociología remite los comportamientos a las tramas de interdependencias donde se producen. 

Los vivos somos cautivos de los muertos

Esas tramas son presentes, como indica el ejemplo del contagio, pero también pasadas. Como decía Pierre Bourdieu, los vivos somos cautivos de los muertos: acciones que ocurrieron hace décadas o siglos generaron objetos que persisten en la actualidad condicionando nuestras acciones presentes. Pensemos en las leyes, las burocracias, las tecnologías, las infraestructuras: productos del pasado que perviven modelando el presente. 

La morfología de una ciudad expresa bien esta idea: sus calles, sus edificios, sus plazas, sus parques son productos de los entramados pasados y siguen ejerciendo efectos ahora. Si queremos reformar una ciudad, tenemos que contar con todos esos objetos heredados que se obstinan en persistir. 

El pasado también se perpetúa mediante la educación. Cada uno de nosotros adquirió formas de pensar, de sentir, de actuar en un pasado -más o menos lejano-. Estas formas de pensar y actuar persisten en nuestros cuerpos condicionándonos.

Toda acción presente se produce así sobre una inmensa mole de pasado. Los vivos actuamos condicionados por las acciones de una multitud de muertos.

El poder de la inercia

El sociólogo Howard Becker nos muestra un ejemplo magnífico de interdependencia en su texto “El poder de la inercia”. Becker pregunta: ¿por qué los conciertos de música clásica se mantienen de una forma casi invariable durante siglos? ¿qué provoca esta inercia? Podríamos responder que se debe a la tradición o a la cultura, pero sólo formularíamos el problema de otra manera. Para entenderlo, Becker nos cuenta la historia de un compositor, Harry Partch, que quiso innovar radicalmente la música clásica. Compuso música en una escala absolutamente novedosa. Pero no existían instrumentos que sonaran de acuerdo a esta nueva escala, así que él mismo tuvo que inventarlos y construirlos. Eso creó un nuevo problema: no había músicos que supieran tocar estos instrumentos. Tuvo que reclutar y adiestrar a toda una nueva generación de músicos. Además, tuvo que inventar un sistema de notación musical y enseñárselo a los músicos. El ejemplo de Partch nos muestra que no es fácil cambiar una práctica colectiva o una organización precisamente por la enormidad de interdependencias implicadas. No se depende sólo de un público a quien convencer. También se depende de toda la organización social implicada en fabricar instrumentos o en formar músicos.

Las interdependencias explican muchas inercias. Un ejemplo clásico es la pervivencia del teclado actual de los ordenadores, el QWERTY. Esa disposición de teclas se inventó para que, escribiendo en inglés, las teclas más comunes no estuvieran juntas: así se evitaba que se atascasen entre sí en las viejas máquinas de escribir. Se podrían ordenar las teclas de los ordenadores de formas mucho más eficaces para escribir deprisa. Pero ello inutilizaría los automatismos de escritura de centenares de millones de personas.

Entramados y organizaciones

La complejidad de los entramados de interdependencias nos permite comprender también la enorme dificultad que conlleva reformar las organizaciones. 

Toda organización -la universidad, por ejemplo- es objeto de múltiples críticas. Todo el mundo ve problemas y todo el mundo tiene soluciones: con unas dosis de sentido común -nos dicen- todo iría mejor. Nada más lejos de la realidad. Los problemas persisten porque todo cambio en un elemento de la organización está en relaciones de interdependencia con otros muchos elementos internos y externos a la organización. Cuanto más denso sea este entramado de interdependencias, más difícil resulta reformarlo. Pensemos simplemente en todos los sectores implicados en cualquier aspecto del funcionamiento de la universidad. Comencemos con los colectivos internos: PDI, personal administrativo, personal de servicios, alumnado. Cada uno de estos colectivos, además, es extremadamente heterogéneo, cada uno está compuesto por grupos con intereses divergentes. Le podemos añadir sindicatos, proveedores de material o servicios, la división interna en departamentos o facultades o las interdependencias con otras universidades y con las diferentes Administraciones Públicas. Ante esta maraña de interdependencias, esto es, de posibles problemas, siempre me he preguntado: ¿a quién le puede apetecer desempeñar un cargo en la universidad?

La sociología de las organizaciones ha investigado muchas propuestas de reforma. La historia suele comenzar con la llegada de un nuevo equipo directivo con ambiciosas propuestas de cambio. Para ponerlo en marcha crean nuevos planes con nuevos objetivos, y para implementarlos nuevas secciones en la organización. Estas secciones suelen entrar en relaciones conflictivas con secciones ya constituidas que ven amenazadas sus competencias o prerrogativas. El nuevo plan, además, suele aumentar la carga de trabajo, al establecer nuevas comisiones, consejos, comités, reuniones de coordinación… Siempre hay personas que pugnan por estar en estos comités, donde supuestamente se decidirán asuntos importantes. Siempre muchas de ellas dejan de asistir enseguida porque tienen nuevas prioridades y poco tiempo. Se lucha por establecer normativas, que al final no terminan de elaborarse al surgir nuevos problemas o variar las coaliciones de grupos. Con el tiempo, las metas iniciales se olvidan, desplazadas por nuevos problemas y planes.  Así, las organizaciones, como los pisos vetustos abarrotados de trastos, se van llenando de muebles que atiborran el espacio estorbándose mutuamente.

La interdependencia también nos explica que muchas políticas no consigan los objetivos propuestos.

Los investigadores Pressman y Wildavsky estudiaron en Estados Unidos el caso de un programa federal. Este se proponía financiar obras para dar empleo a desempleados de minorías étnicas. Inicialmente todo estaba a favor del programa: había consenso político y abundantes fondos. Sin embargo, fracasó. ¿Qué ocurrió? Que el programa suponía una multitud de pasos intermedios hasta llegar al objetivo último. Cada uno de estos pasos implicaba a varios participantes -autoridades locales, estatales y federales, distintas agencias gubernamentales, diversas oficinas en cada agencia, asociaciones locales y nacionales, profesionales, empresas… -. Cada participante tenía sus propios objetivos y su propia agenda: el programa de empleo no era una prioridad para muchos de ellos, por lo que cuando hacía falta que se reunieran con otros participantes o que ejecutaran su parte, podían tardar un tiempo -tenían otros asuntos más urgentes-. Todo ello iba retrasando el proyecto. Además, cada paso requería negociaciones entre varias partes y esas negociaciones iban cambiando aspectos del programa inicial. Al cabo de varios pasos el programa se había modificado tanto que los participantes se encontraban con una situación muy distinta a la inicialmente pactada. Por ello exigían nuevas negociaciones. Estas retrasaban aún más la ejecución del programa, pero además lo modificaban de nuevo. La situación se complicaba por el hecho de que las obras previstas afectaban a terceras partes en las que inicialmente nadie había pensado y con las que de nuevo había que negociar. El programa tenía previsto invertir 24 millones de dólares en 4 meses. Al cabo de 3 años se habían gastado 3 millones, la mayoría en honorarios de arquitectos por proyectos de obras que finalmente no se ejecutaron.

Las innovaciones tecnológicas tampoco producen sus efectos directamente porque también dependen del entramado de interdependencias. Charles Perrow estudió la introducción de tecnologías para hacer más segura la navegación marítima: supuestamente reducirían los accidentes. Sin embargo, las navieras aprovecharon estas mejoras para aumentar la velocidad hasta el límite del nuevo margen de seguridad. Los accidentes finalmente eran tan comunes como antes de introducirse esas tecnologías.

Una pareja es mucho más que dos

El concepto de interdependencia nos permite también analizar los comportamientos individuales, incluso los más íntimos. Todo lo que hacemos siempre depende de lo que otras personas hacen, dicen, piensan. Un buen ejemplo son las relaciones de pareja. Estas relaciones nunca son sólo relaciones entre dos personas. Siempre implican a mucha más gente.

En primer lugar, porque para tener una relación amorosa primero hay que conocer a la persona. Aunque ahora se pueda hacer virtualmente, la inmensa mayoría se conoce presencialmente, por frecuentar ámbitos comunes -trabajo, escuela, asociaciones, barrio- o por tener vínculos comunes -amigos, familiares-. Solemos emparejarnos a través de nuestros ámbitos de relaciones comunes.

En segundo lugar, porque para tener una relación amorosa con una persona, esa persona tiene que estar libre, disponible. A se puede emparejar con B porque B no está emparejada con C, ni con D, ni con E. Jean-Claude Kauffman lo puso de relieve en una investigación sobre mujeres profesionales que seguían solteras con cerca de 40 años. Estas mujeres se habían dedicado prioritariamente a su carrera, dejando en un segundo plano la vida sentimental. Ahora se encontraban solas y deseaban una familia: una pareja, hijos. Pero tenían dos factores enormes en contra. El primero es que eran muy exigentes: independientes, con estudios superiores, con un buen nivel económico, no se conformaban con el primer machito que apareciera. El segundo factor en contra era la situación del entramado de interdependencias: su red potencial de cónyuges apetecibles ya había sido acaparada por otras más rápidas en buscar cónyuge. Ahora les quedaba esperar que alguno de los potenciales cónyuges quedara libre por divorcio o viudedad.

Supongamos que ha encontrado pareja. Los entramados de interdependencias siguen ejerciendo sus efectos. Además, la propia relación de pareja modifica los entramados: los amigos de la pareja no son la suma de los amigos de cada uno. Esto es un rasgo general de las redes de amistades: mantenemos una amistad en la medida en que es compatible con nuestras otras amistades. No sólo los amigos de nuestros amigos no son necesariamente nuestros amigos. Además, nuestros amigos son menos probablemente amigos nuestros si no pueden ser amigos de nuestros amigos.

Esta dinámica actúa también en las parejas. A veces con consecuencias benéficas. Sabemos que los hombres, al casarse, aumentan su esperanza de vida. También sabemos que muchos delincuentes juveniles dejan de delinquir al casarse. Ambos hechos están relacionados con la transformación de su entramado de interdependencias: al casarse frecuentan mucho menos a sus pandillas de amigos varones -son menos compatibles con su nueva vida-. En esos grupos masculinos se suele competir para ver quién es más machito, quien tiene más lo que hay que tener: quién bebe más alcohol, se droga más, conduce más rápido, transgrede las normas, acepta los desafíos más absurdos. En otras palabras, compiten por ver quien es capaz de asumir más riesgos sólo para demostrar que es capaz de asumirlos.

Sigamos a la pareja: han tenido un bebé, lindísimo. ¿Quién limpiará sus cacas? ¿Quién preparará los biberones? ¿Quién le acunará cuando berree por la noche? Podemos pensar que aquí los entramados actuarán sólo como vestigios del pasado: las socializaciones previas masculinas y femeninas que seguirán actuando en el presente al estar incorporadas como formas de pensar y de actuar. Estas socializaciones explican una parte. Jean-Claude Kauffman hizo otra investigación sobre parejas heterosexuales que se iban a vivir juntas y que buscaban explícitamente tener una división de tareas igualitaria. No lo conseguían. ¿Por qué? Las mujeres veían suciedad donde los hombres no, y toleraban mucho menos el desorden. Al final ellas terminaban limpiando y ordenando más. Esa diferencia de disposiciones sobre la limpieza y el orden era el producto de sus historias pasadas y seguía actuando en el presente.

Pero en el caso de los hijos hay más. Al tener el primer hijo, las parejas adoptan una división de tareas menos igualitaria que antes de tener hijos. Nuestra compañera Carmen Botía entrevistó a parejas antes y después de tener su primer hijo: sus planes previos al nacimiento de la criatura rara vez se cumplían. Los planes podían ser muy igualitarios. Pero las tramas de relaciones laborales y familiares actuaban en sentido opuesto. Por un lado, en los medios laborales: las expectativas y exigencias eran muy distintas para hombres y mujeres. Por otro lado, en las propias redes familiares: la familia, y especialmente madres y suegras, no juzgan igual a hombres y mujeres -a las mujeres se las acusa de malas madres a la mínima supuesta falta de dedicación a sus hijos-.

Yo he investigado este último aspecto en el caso de madres de clases populares. Con el primer hijo es común que estas mujeres reciban la ayuda de madre y hermanas. Esa ayuda es todo un alivio. Pero es un regalo envenenado. Por un lado, incita al varón a desentenderse del cuidado del bebé y de las tareas domésticas: ya lo realizan las mujeres de la familia. Por otro, las madres ayudan, pero también vigilan, juzgan. Y lo hacen desde una concepción tradicional de buena madre, esto es, desde una concepción que supone que la madre ha de entregar todo su tiempo y esfuerzo al hijo y sacrificarse por él. Por ello, las que están alejadas de estas redes familiares -las que se han ido del pueblo o del barrio- pueden conseguir relaciones de pareja más igualitarias.

Una madre a quien entrevisté me contó que cuando parió no dejaba que nadie la visitara a casa. Me extrañó. Le pregunté la razón. No quería que nadie fisgoneara la casa. Esta mujer vivía en su pueblo de toda la vida, pero en lugar de vivir en su barrio del centro se había ido a una zona nueva de adosados a las afueras, lejos de la familia y las amistades de toda la vida. Más adelante me contó que ahora dedicaba mucho tiempo a cuidar de sus padres, muy mayores e incapacitados. No porque sus hermanos no quisieran hacerlo. Al contrario, éstos querían dedicarle más tiempo a cuidar de sus padres, pero ella no les dejaba: las vecinas de toda la vida la juzgarían como mala hija. Esta información me permitió unir los hilos. Esta mujer tenía una relación de pareja bastante igualitaria en división de tareas. Pero para ello había tenido que alejarse de esas redes que la vigilaban y juzgaban: por ello se fue a un barrio nuevo. También por ello no permitía que la visitaran cuando tuvo al hijo. Cuando te visitan ven si la casa está limpia y ordenada, esto es, te obligan a limpiar, a ordenar, para no ser acusada de lo peor que te pueden acusar: de guarra.

Volvamos a nuestra pareja. Los años pasan y el amor ya no es lo que fue. Deciden separarse. La socióloga Diane Vaughan ha estudiado estos procesos de separación. Según ella, estos procesos siguen una secuencia donde las redes sociales juegan un importante papel. Vaughan señala un momento crucial: cuando la pareja decide hacer público que se separa. Hasta entonces, el proceso siempre podía revertirse. Ahora, es un punto de no retorno. ¿Por qué? Porque ahora las redes de amistades de la pareja se escinden: por un lado, las de él; por otro, las de ella. Las amistades sabían cosas comprometedoras del cónyuge que no se atrevían a contar a su amiga o amigo: ahora se las pueden contar. “No te lo quise decir en su momento para no estropear la relación, pero tu marido….”. Esas nuevas informaciones deterioran aún más la relación. Pero, además, ahora son públicas: tus amistades lo saben y saben que tú lo sabes. Y como saben que tú lo sabes, no puedes olvidarlo o perdonarlo por las buenas. Dañaría enormemente tu reputación: “Sabiendo todo lo que ha hecho, ¿vas a volver con él?”.

Tus méritos no son sólo tuyos

Nuestros entramados cotidianos suponen así un conjunto de limitaciones y de oportunidades. Delimitan nuestro rango de posibles acciones, nos sancionan, nos ofrecen -o nos vetan- recursos y oportunidades. Analizar las acciones individuales desde esta perspectiva nos aleja enormemente de la concepción meritocrática. Ésta atribuye a cada individuo sus éxitos y fracasos, su riqueza y pobreza. Así, legitima toda desigualdad como merecida: los ricos son responsables de sus fortunas; los pobres, de sus desgracias. Por el contrario, el concepto de interdependencia nos muestra que toda posición ocupada depende mucho más de lo que hacen los demás que de lo que hace uno mismo. Así, mucha desigualdad se debe a interdependencias pasadas, que ejercen efectos en el presente en forma de diferencia de recursos. Algunas de estas desigualdades son evidentes, como la diferencia de recursos económicos, que se perpetúa generación tras generación mediante la institución de la herencia. Otras diferencias de recursos son menos obvias.

Así, la mayoría de las personas encuentra trabajo por contactos. Dependes de a quien conoces y, además, de a quienes conocen las personas que tú conoces. Ello genera enormes desigualdades. Si vives en un barrio acomodado, vas a un colegio privado y a un club privado, tienes muchos contactos que pueden servirte para acceder a empleos, recursos o informaciones valiosos. Por el contrario, si vives en un barrio marginal y buscas empleo, enseguida llegas a un callejón sin salida: tus contactos también están desempleados. 

Otro elemento esencial de los entramados que determina nuestras oportunidades es el número de puestos libres. Harrison White hablaba de “cadenas de oportunidad”: tus posibilidades de obtener un empleo dependen de los flujos de gente que entra y sale de ese tipo de empleo. Si ese nicho laboral se amplía, tus oportunidades son mayores. También lo son cuando está ocupado por gente muy mayor, próxima a la jubilación. Por el contrario, cuando toda la gente que ocupa ese empleo es joven, será mucho más difícil que lo consigas -tardarán mucho en jubilarse, así que tu única esperanza es que mueran jóvenes-. 

Los puestos libres son así un determinante esencial de nuestras oportunidades. Un ejemplo: el carnet de conducir por puntos redujo drásticamente las muertes en accidentes de tráfico, especialmente de gente joven y sana. En consecuencia, hay menos órganos libres para trasplantes. El carnet por puntos ha reducido las oportunidades vitales de los enfermos que esperan un trasplante.

Nuestro pensamiento, tributario de nuestros entramados

Muchas políticas subestiman la importancia de los entramados de interdependencias en determinar nuestro comportamiento. Así, es común que ante un problema social se proponga como solución “concienciar” o “formar” a las personas: un buen cursillo arreglaría las cosas. Sin embargo, casi siempre lo fundamental es cambiar los entramados de interdependencias. Estos determinan, no sólo nuestros márgenes de acción, sino también nuestras formas de pensar.

Bourdieu investigó en Argelia en plena guerra de independencia. Allí percibió una gran diferencia entre los obreros estables y el proletariado lumpen, que vivía al día de forma miserable. Los obreros estables hacían planes realistas de futuro y podían sacrificar placeres presentes a la consecución de esos objetivos. Por el contrario, los subproletarios oscilaban entre planes de futuro quiméricos y el desánimo derrotista. Tan pronto construían castillos en el aire como se hundían en el fatalismo: no podemos hacer nada, dependemos de fuerzas ajenas o de la voluntad divina. Podríamos pensar que su situación miserable es consecuencia de su incapacidad de planificar. Sin embargo, la causalidad es precisamente la contraria. Cuando se vive en una situación estable, se pueden hacer proyectos de futuro realistas porque se puede calcular sobre una base relativamente segura. Al contrario, cuando uno se levanta sin saber si conseguirá comer, carece de todas bases para poder planificar, pues no hay nada seguro ni en el plazo más corto. En estas condiciones, se oscila entre la resignación fatalista y la fabulación quimérica. El entramado les vetaba a estos subproletarios todo control sobre su existencia, impidiéndoles así también desarrollar una disposición mental de planificación.

Los entramados de interdependencias determinan nuestros pensamientos, nuestros gustos, nuestras emociones. Ocurre con asuntos tan íntimos como la autoestima: nuestra concepción de nuestro valor social depende del valor recibido durante nuestras interacciones. Cualidades tan personales como la timidez o la desenvoltura son la marca de nuestro tránsito por los distintos entramados de interdependencias.

Bourdieu mostró que algo tan personal como nuestros gustos se construye en los entramados de interdependencias siguiendo líneas de clase social. Ello se debe a que el valor simbólico de los objetos depende del valor simbólico de los sujetos que consumen esos objetos. Los objetos consumidos por las clases altas son objetos elegantes, refinados, selectos, distinguidos. Los propios nombres lo dicen: distinguido es lo que distingue -de la gente vulgar-. Calidad era un nombre que se aplicaba a la aristocracia inglesa -persons of quality-. De ahí pasó a caracterizar a los objetos consumidos por personas de calidad. Por su parte, los objetos sin valor simbólico, chabacanos, ordinarios, vulgares son los consumidos por la gente ordinaria, por el vulgo.

Somos conscientes de esa identificación del valor simbólico de los objetos con los grupos que lo consumen al ir a comprar ropa. Es imposible elegir ropa neutra, que no nos identifique socialmente: cada tipo de ropa es un tipo de gente -es ropa pija, hippie, eso es de maruja, o de señorona…-. Elegir un polo Lacoste es elegir presentarse como un tipo de persona.

En la elección de objetos de consumo, todo grupo social sigue dos lógicas. En primer lugar, una lógica de aspirar a lo que ve más valioso, esto es, los objetos “de calidad” consumidos por los estratos superiores. En segundo lugar, una lógica de distinción, de rechazo de los objetos “vulgares”, “horteras”, “de mal gusto” consumidos por los estratos inferiores. La conjunción de las lógicas de aspiración y distinción lleva a una continua circulación de objetos por el espacio social: comienzan siendo consumidos por las capas superiores y, merced a la lógica de aspiración, se van transmitiendo a los estratos inferiores. Es lo que ocurrió con la nata en la cocina: se introdujo hace varias décadas en los restaurantes elegantes como importación francesa; de ahí se fue extendiendo a las clases medias hasta llegar a las tapas de los bares obreros. Pero a medida que se vulgarizó, por la lógica de distinción, la nata perdió valor, siendo abandonada por los estratos superiores y, luego, medios. Los objetos de las clases inferiores son objetos chabacanos y sólo pueden ser revalorizados cuando dejan de ser utilizados por el vulgo. Sólo entonces comidas como las migas pueden entrar en los restaurantes de lujo o herramientas como el trillo adornar las casas burguesas. Cuando nos dejamos llevar por nuestros gustos más personales estamos dejándonos llevar por dinámicas generadas en todo el entramado de relaciones entre las distintas clases sociales.

Nuestros propios recuerdos se generan también en entramados de interdependencias. Nuestros recuerdos no son simples grabaciones almacenadas en el cerebro: son reconstrucciones que vamos modificando a medida que las relatamos. Muchas conversaciones con las personas más cercanas consisten en rememorar hechos pasados. Esas conversaciones permiten mantenerlos vivos: los hechos que no compartimos se van difuminando en la bruma del tiempo hasta esfumarse. Pero también sirven para modelarlos: adaptamos estos relatos a la audiencia y a la situación y, a la postre, son estos relatos los que recordamos. Nuestros recuerdos son así tributarios de nuestro círculo de relaciones.

En fin, los pensamientos que ocupan nuestra mente, la forma que adquieren estos pensamientos, también están determinados por el entramado de interdependencias. Decía George Herbert Mead que el pensamiento es un diálogo interior: al pensar recreamos discusiones y controversias con otros interlocutores. Los últimos avances en análisis discursivo le dan la razón: nuestro pensamiento se modela a través de las controversias en que nos implicamos. En estas controversias intentamos justificar nuestros comportamientos y defender nuestras opciones ideológicas. Y, sobre todo, pretendemos derrotar al oponente. Por ello, cuando se enfrentan discursivamente dos personas completamente convencidas de sus opciones ideológicas, nunca llegan a un consenso. Al contrario: cada una de ellas sale de la discusión más convencida de que tiene la razón y de que su oponente está un error. La discusión les ha afianzado en sus opciones previas porque les ha servido para reunir más argumentos, para ir más cargados de razones. Y estas razones elaboradas en las controversias son las que terminan convirtiéndose en nuestros pensamientos internos. Por ello, nuestra forma de pensar es profundamente tributaria de nuestros contrincantes.

“Conócete a ti mismo”: habitualmente se interpreta esta máxima como una invitación a la introspección -aíslate del ruido externo y escudriña en tu interior-. El concepto de interdependencia nos dice lo contrario: para conocernos hemos de mirar a nuestro alrededor, a nuestros entramados de interdependencias, presentes y pasados. Sólo conociendo las relaciones sociales que nos conforman podemos llegar a conocernos.

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Sobre el autor/a

Enrique Martín Criado

Enrique Martín Criado

Profesor de sociología en la Un. Pablo de Olavide y doctor en sociología por la Universidad Complutense de Madrid, con la tesis “Estrategias de juventud” (publicada como “Producir la juventud”, Istmo, 1988). Ha publicado libros y artículos sobre teoría sociológica, técnicas cualitativas de investigación, análisis de discurso, sociología de la educación, transformaciones de las clases populares, sociología de la alimentación o sociología del trabajo. Entre sus publicaciones recientes destacan “La escuela sin funciones. Crítica de la sociología de la educación crítica” (Bellaterra, 2010), “Les deux Algéries de Pierre Bourdieu” (Ed. du Croquant, 2008) y “Conflictos por el tiempo” (coeditado junto a Carlos Prieto, C.I.S., 2015). Miembro fundador del colectivo “Denunciemos los abusos patronales”.

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