¿Puede un sistema educativo funcionar cuando los estudiantes no le ven ningún sentido al conocimiento que se transmite? En La Reproducción, Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron argumentaban que no. Para referirse a esa aceptación de los saberes escolares, los autores hablaban de un “reconocimiento de la Autoridad Pedagógica”, y sostuvieron que este era más probable entre el alumnado de origen social superior, más familiarizado con la cultura de la escuela. A partir de un estudio de caso en una facultad de ciencias sociales, cuestionamos radicalmente la teoría de Bourdieu y Passeron: ni la aceptación de la Autoridad Pedagógica va ligada al origen social, ni es en absoluto necesaria para el funcionamiento del sistema.

El discreto desencanto de la Universidad. La autoridad pedagógica entre el alumnado deciencias sociales

Joaquín (nombre ficticio) se encuentra cursando el cursando el cuarto año de un doble grado en Sociología y Ciencias Políticas, gracias a una beca. Con una buena trayectoria escolar, ha sido el
primer miembro de su familia en ir a la universidad. Procede de una familia de clase obrera con
tradición militante y de izquierdas. En su casa siempre se ha hablado de política, de desigualdades, de cambio social. Joaquín ha heredado estas inquietudes: desde su adolescencia se ha comprometido en diversos proyectos activistas, siempre ha estado muy interesado en la actualidad política, lee mucho por su cuenta sobre movimientos sociales, historia, ideologías, etc. Por ello, llega a la universidad muy ilusionado: espera encontrar un foro de debates de alto nivel teórico y un espacio de contracultura y crítica social.

Sin embargo, en su curso actual, Joaquín se encuentra totalmente decepcionado con la carrera que eligió. El nivel de muchas asignaturas le parece muy básico, las teorías no se enseñan en profundidad: en lugar de leer libros, se memorizan diapositivas y “esquemitas” con versiones mínimas de los conocimientos a estudiar. Por sus fuertes convicciones políticas, Joaquín ha tenido varios encontronazos con docentes que muestran ideas contrarias a las suyas: los acusa de “fachas” ignorantes incapaces de enseñar nada. A pesar de su decepción, continúa en la carrera porque ya ha invertido más de tres años y quiere obtener el título. En la mayoría de las asignaturas, trabaja lo mínimo para cumplir con las exigencias de la evaluación, sin apenas implicación en el aprendizaje. Normalmente sólo asiste a clase cuando lo ve imprescindible para mantener la media y no perder la beca. El caso de Joaquín constituye un buen ejemplo de estudiante que no reconoce la Autoridad Pedagógica.

El concepto de Autoridad Pedagógica fue teorizado por Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron en su obra La Reproducción. Con él se referían a la aceptación, por parte de los estudiantes, del contenido transmitido los docentes y a la percepción de los propios docentes como transmisores adecuados de dicho contenido. Bourdieu y Passeron consideran esta autoridad como un pilar fundamental para el mantenimiento del sistema escolar: no podría asegurarse la obediencia del alumnado si este cuestionase la validez del contenido transmitido o la del docente como transmisor. Bourdieu y Passeron sostenían que dicha aceptación de la Autoridad Pedagógica va muy ligada al capital cultural de los estudiantes. Entre alumnos provenientes de clases cultivadas, esta aceptación sería más probable: por el tipo de cultura en que han sido socializados, verían un sentido a los contenidos y enseñanzas del sistema escolar. En cambio, entre los estudiantes de clases populares la aceptación de la autoridad pedagógica sería más problemática. A partir de estas consideraciones, los autores señalan que la Universidad estaba entrando -en la década de 1960- en un estado crítico, debido al cambio en la composición social de los estudiantes universitarios. La transmisión de contenidos en la enseñanza superior sería cada vez más difícil, por la afluencia de estudiantes de origen obrero poco familiarizados con los saberes más académicos.

¿Ha sucedido así? En un estudio reciente hemos investigado el mantenimiento de la
Autoridad Pedagógica entre los estudiantes de una facultad de ciencias sociales en España.
Examinamos al alumnado de seis titulaciones diferentes, tres grados (Sociología, Trabajo Social y Educación Social) y tres dobles grados (Sociología con Ciencias Políticas, Sociología con Trabajo Social y Educación Social con Trabajo Social) mediante técnicas cualitativas (entrevistas, grupos triangulares, grupos de discusión).

Dos de nuestros principales hallazgos chocan con lo sostenido por Bourdieu y Passeron. Primero, la aceptación de la autoridad pedagógica es muy débil en casi todos los alumnos analizados, sea su origen social alto o bajo, con mayor o menor distancia hacia la cultura escolar. Segundo, dicha autoridad no es necesaria para el mantenimiento del sistema. A pesar de las críticas a los docentes y a los contenidos de la enseñanza, el alumnado cumple rutinariamente con sus obligaciones.

El caso de Joaquín muestra una pauta que encontramos en muchos estudiantes: accede a la universidad con una visión muy idealizada de ella, durante el primer curso estaba muy ilusionado y con el paso del tiempo se va desencantando. Este proceso se ve bien, en nuestra muestra, cuando comparamos los discursos de estudiantes recién llegados con los de los cursos superiores: en todas las titulaciones analizadas, la aceptación de la Autoridad Pedagógica es mucho menor entre el alumnado más “veterano”. En los últimos cursos, es habitual que los estudiantes hablen de los temarios como inútiles y de los docentes como incapaces de enseñar nada interesante. Si bien, esta posición crítica se expresa de manera distinta en función de los objetivos de aprendizaje del estudiante. Aquí distinguimos dos perfiles, “prácticos” e “intelectuales”.

Estudiantes prácticos: llegan a la Universidad buscando aprender el ejercicio de una profesión. Su discurso opone continuamente un conocimiento práctico (superior) frente a uno teórico (inferior). Este conocimiento práctico se entiende como un saber-hacer adquirido directamente mediante la experiencia en la tarea y con una clara aplicación a la vida profesional. El conocimiento teórico sería un saber libresco, basado en la lectura de textos académicos, que se ve como inútil y desconectado de la realidad. En las titulaciones analizadas, este perfil es claramente hegemónico en los grados más “profesionalizantes”, con una salida laboral bien definida (Trabajo Social, Educación Social y los dobles grados que incluyen estas titulaciones), especialmente entre el alumnado de origen obrero y con peor trayectoria escolar previa. Para estos estudiantes, los profesores universitarios, al carecer de experiencia en el oficio, no poseen un saber relevante. Buena parte del contenido transmitido se ve excesivamente académico y, por tanto, inútil para la profesión. Los aprendizajes valiosos son únicamente aquellos que enseñan a interactuar con las poblaciones asistidas, y se ligan a competencias emocionales (que no podrían aprenderse en los libros): empatía, don de gentes, valores de solidaridad, vocación de servicio a los marginados, etc.

Estudiantes intelectuales: acceden a la Universidad con el objetivo de aprender a manejar teorías y a producir y discutir textos. Su discurso se fundamenta en la oposición entre un saber profundo (superior) y un saber superficial (inferior). Este saber profundo es teóricamente complejo, sofisticado, un conocimiento que hace énfasis en los puntos de vista divergentes e invita al alumnado a reflexionar sobre los mismos y a tomar partido. El saber profundo permite percibir las cosas de otra manera, superar las nociones del sentido común, hablar sobre los fenómenos sociales distinguiéndose de las opiniones vulgares (de lo que dice “todo el mundo” o de lo que dice “la tele”, de los discursos “de barra de bar”). Lo contrario del saber profundo sería el saber superficial: simplificado y esquemático, un conocimiento en el que no hay propiamente argumentos que comprender o enfoques que rebatir, y por tanto es incapaz de abrir nuevas perspectivas.

Estos estudiantes se concentran en las titulaciones más encaminadas a la investigación (Sociología, Ciencias Políticas). Son alumnos con buenas trayectorias en secundaria y normalmente muy politizados, que buscan en las ciencias sociales aproximarse a temas ligados a su activismo o ideología. Muestran un importante capital cultural en temas políticos y sociales, aunque su origen de clase es heterogéneo. Al igual que el alumnado “práctico”, son tremendamente críticos con la universidad. Como Joaquín -quien se ajusta totalmente a este perfil- consideran que todo el contenido se da “mascado”, reducido a lo básico, sin entrar en profundidad en debates y discusiones teóricas o políticas. Esta situación la acaban achacando a una falta de conocimiento docente: transmiten contenidos simplificados porque no saben lo
suficiente.

Además de esta disparidad entre “prácticos” e “intelectuales”, los resultados muestran que, a la hora de aceptar la Autoridad Pedagógica, el principal contraste no es por origen social sino por curso: ésta es más cuestionada en los cursos más elevados. Ello nos muestra un proceso de desencantamiento que se acentúa con el tiempo, en especial a medida que el alumnado acumula conocimientos valiosos: ya sea en prácticas externas o a partir de docentes (normalmente asociados) con experiencia “auténtica” -caso de los estudiantes prácticos-, ya sea en foros de debate militante y en las escasas asignaturas percibidas como profundas -caso de los estudiantes intelectuales-. El acceso a estos conocimientos valiosos convierte al alumnado en un juez cada vez más exigente de la Universidad: los saberes valorados sirven de contraste a frente a una mayoría de asignaturas percibidas como inútiles.

Ahora bien, a pesar del desencantamiento generalizado, los estudiantes aprueban las asignaturas y realizan los ejercicios Contrariamente a lo sostenido por Bourdieu y Passeron, concluimos que la Autoridad Pedagógica no es en absoluto un requisito para el mantenimiento del sistema. Al menos en las etapas postobligatorias, donde el alumnado no está directamente coaccionado y tiene un fuerte interés en el título, la búsqueda de esta credencial -el titulo escolar, con valor de cambio en el mercado de trabajo- compensa de sobra la falta de legitimidad de la institución. No se le ve sentido a las obligaciones y normas, pero se obedecen por aceptación pragmática: al final del camino hay una recompensa y tampoco se ven mejores alternativas.

Ello no significa que el desgaste de la Autoridad Pedagógica no tenga ninguna consecuencia. Como el aprendizaje no se ve significativo, los estudiantes van desarrollando una relación cada vez más “instrumental” con la institución: el esfuerzo se economiza para asegurar la nota deseada, aunque no se aprenda gran cosa (se va a clase sólo cuando es necesario para aprobar, se memorizan los temarios a pocos días del examen, sólo se trabajan los materiales que más probablemente serán evaluados, se realizan los ejercicios de forma mecánica, etc.). Como sucede en muchas otras organizaciones, en ausencia de motivación se trabaja principalmente para salvar las apariencias, para cumplir con las exigencias formales, aunque sea empleando medios supuestamente no autorizados. En una sociedad credencialista, son las calificaciones y los títulos -y no la Autoridad Pedagógica- las que mantienen en movimiento los engranajes del sistema escolar.

Publicación relacionada:

5 6 votos
Valora la entrada

¿Quieres recibir las nuevas publicaciones en tu correo electrónico?

Sobre el autor/a

Carlos Alonso Carmona

Carlos Alonso Carmona

Doctor en Sociología por la Universidad Pablo de Olavide. Su línea de investigación se enmarca en la sociología de la educación, en los ámbitos de la relación familia-escuela, las prácticas de crianza y las desigualdades escolares.

Espacio de debate

Recibe notificaciones para seguir el debate:
Notificarme vía email si hay
guest
1 Comentario
Más recientes
Más antiguos
Inline Feedbacks
Ver todos los comentarios