El de los ‘ninis’ es un buen ejemplo de individualización de los problemas sociales

Los efectos de la edad, las trayectorias, el tiempo que dura la “inserción”, los puntos de partida y de llegada son muy distintos en función de la clase social. Si esto no se tiene muy claro desde el principio, se corre el peligro de sustancializar, de buscar una sustancia tras el sustantivo “juventud”.

Cojamos el toro por los cuernos: nos encontramos en un contexto de crisis y recortes del gasto social que dificulta y alarga las transiciones juveniles. En un escenario post-crisis es más que probable que estas tendencias se acentúen. Si para una parte cada vez mayor de los individuos la juventud se convierte en una transición hacia ninguna parte, ¿qué utilidad analítica tiene el concepto de juventud?

Buena pregunta. De hecho, es el hilo conductor de “Producir la juventud”: ¿hasta qué punto la juventud es una categoría analíticamente útil?

Los modelos que identifican la juventud con una “transición” desde la dependencia infantil hasta la autonomía adulta en principio tienen la ventaja de no esencializar la juventud identificándola con unas edades prefijadas: las fronteras de la juventud como clase de edad varían históricamente. Esta variación, si seguimos a Bourdieu, se debería a la transformación en las condiciones de reproducción de los distintos grupos sociales.

Sin embargo, esta identificación de la juventud como etapa de transición hacia una “autonomía” presenta también una serie de problemas. En principio, hay un modelo subyacente, que se identifica básicamente con la población asalariada de la época que se ha venido a llamar “fordista”: al final de la transición uno conseguirá tener autonomía económica y residencial, formando un hogar propio.

Se trata más bien de un tipo ideal que no engloba todas las situaciones…

Efectivamente, hay una parte de la población que nunca o muy tardíamente logra toda esta “autonomía”: por ejemplo, las “solteronas” –éstas, en oposición a las “solteras”, no tenían la soltería como condición coyuntural, sino como estructural, se las veía definitivamente excluidas de la posibilidad de contraer matrimonio- seguían viviendo en el hogar paterno hasta que morían sus padres, en muchos casos para pasar a ser tías en casa de alguna hermana-, o los “solterones” –empleados o desempleados- que también vivían en casa de sus padres… Si nos ciñéramos al modelo teórico de la autonomía, tendríamos “jóvenes” de 50 o 60 años. Pero no están en “transición” y sus características sociales son muy distintas de la mayoría de la población incluida bajo la etiqueta de juventud.

Pero incluso entre los jóvenes la transición a la vida adulta dista de ser homogénea…

No todo el mundo accede a la misma “autonomía”: hay grandes diferencias de recursos. Así, en las clases populares no es raro que un hijo o hija funde su hogar residiendo con sus padres –especialmente cuando uno de los progenitores ha muerto-, ante la imposibilidad de poder pagar un domicilio propio. Y la “autonomía” económica puede ser, para la fracción más pobre de la población, una quimera –y aunque pueda pensarse como “transición”, en muchos casos tampoco lo es-. Pondré un ejemplo que conozco directamente y que se asemeja a otros muchos: una mujer de 50 años, soltera y desempleada, tiene una hija de 12 años y vive en casa de su madre viuda; los únicos recursos que entran en el hogar son la pensión de viudedad de la madre y ayudas esporádicas de otra hija. Esta madre de 50 años no tiene autonomía residencial ni económica: ¿la metemos en la categoría de juventud? ¿Incluimos en la categoría a toda la población sin recursos que no llega a tener “autonomía”?

La cuestión de las desigualdades en las transiciones juveniles nos lleva al concepto de reproducción social…

Bourdieu relaciona la juventud con la problemática de la reproducción de los distintos grupos sociales, esto es, con las condiciones que alargan o acortan la transición hacia una posición social que se desea al menos similar y en muchos casos superior a la paterna. Esto es distinto de conseguir la autonomía económica y residencial: el tipo de residencia y de empleo con el que uno considera que ha cumplido sus expectativas –que ha finalizado su “transición”- depende de la posición social de origen y del nivel de estudios. En buena medida esto explica el alargamiento de la juventud en las décadas anteriores: la expansión escolar, las expectativas de prolongar la mejora económica que en muchos casos conocieron los padres, junto al deterioro del mercado laboral y al encarecimiento de la vivienda, han producido un enorme desajuste entre expectativas y logros y que se intente prolongar el período de espera.

Te preguntaba al principio sobre el impacto de la crisis sobre las transiciones juveniles…

En primer lugar, la precariedad no es algo nuevo: el deterioro de la seguridad en el empleo, del mercado de trabajo, se ha ido produciendo en las décadas anteriores.

En segundo lugar, parece que la situación va a prolongarse. Y la transformación está llevando a que cada vez sea más corriente una situación que en EEUU se denomina “working poor”, trabajadores pobres. En España tenemos situaciones similares en sectores como el comercio. Aquí los bajos salarios se unen a la generalización de los contratos a tiempo parcial con “horas complementarias” que permiten la “flexibilidad”. Puedes estar empleado/a con un contrato a 20 horas y un salario de 350 euros ampliable hasta 500 o 600 si haces muchas horas complementarias. No tienes certeza de ganar mucho más de los 350 euros iniciales y tampoco tienes certeza de horarios, puedes tener que ir a trabajar a cualquier hora a demanda de la empresa. Ello impide planificar la vida privada, pero también imposibilita buscar otro empleo para complementar el exiguo salario –debes estar siempre “disponible”-, lo que lleva a una situación de working poor.

El enorme deterioro del mercado de trabajo, de los derechos laborales y sociales, la agudización de las desigualdades, el aumento de la pobreza… Todas estas situaciones llevan, ya por escasez absoluta de recursos, ya por desajuste entre recursos y expectativas, a un retraso de la “autonomía”… a una prolongación de la “juventud”.

Es decir, debemos replantearnos el uso que damos a la categoría “juventud” en la investigación sociológica…

Todas estas transformaciones le ofrecen al sociólogo multitud de objetos de investigación: cómo se diferencian las trayectorias escolares y laborales por origen social, género, nacionalidad, etc., qué tipos de estrategias se activan de forma diferencial ante la situación de desclasamiento o de ruptura de expectativas, cuan largo es el período de duelo hasta aceptar de forma provisional o definitiva empleos muy inferiores en estatus y condiciones laborales y salariales a los esperados, cuánto se tarda según características sociales en acceder a empleos “fijos” –y a cuáles se accede-, etc. Son preguntas muy interesantes, y en la que están trabajando algunos equipos de sociólogos –vosotros, el equipo impulsado por Joaquim Casal…-.

¿Qué ganamos utilizando el concepto de “juventud” para analizar estos temas?

En general, ganamos poco –científicamente- añadiendo la palabra juventud a la investigación. Y podemos perder mucho si comenzamos a pensar que la “juventud” es una etapa radicalmente distinta o que la edad es más importante que la clase social a la hora de explicar esquemas simbólicos o comportamientos. Los efectos de la edad, las trayectorias, el tiempo que dura la “inserción”, los puntos de partida y de llegada son muy distintos en función de la clase social. Si esto no se tiene muy claro desde el principio, se corre el peligro de sustancializar, de buscar una sustancia tras el sustantivo “juventud”.

Además, está el problema que señalas en tu pregunta inicial: cuando las “inserciones” se retrasan indefinidamente por el desajuste entre posiciones accesibles y expectativas o cuando los recursos para la autonomía no llegan nunca, el período de “heteronomía” se puede eternizar. Aunque yo no lo llamaría eternización de la juventud. ¿Qué sentido tendría unir en la misma categoría a una mujer de 50 años que vive gracias a la pensión de su madre y que no tiene expectativas de un empleo estable en el resto de su vida con una chica de 16 años desempleada?

Pero la juventud también puede ser un objeto interesante de investigación si nos planteamos su construcción como clase de edad. Cuando las “inserciones” se prolongan, ¿en qué momento se deja de considerar a alguien “joven”?, ¿cuándo te resignas a ver esa indeseada situación provisional como permanente?, ¿cuántos años puedo seguir presentándome como un sociólogo que trabaja provisionalmente de camarero en vez de como un camarero con estudios de sociología?-. Ante un desajuste creciente de las duraciones reales de las “inserciones” con las socialmente esperadas, ¿cómo se modifican y negocian las percepciones de las duraciones socialmente esperadas de la “inserción”, de la “juventud”?

En Producir la juventud argumentabas que parte de los estudios sobre juventud atribuyen a un efecto edad (“ya crecerán”) los comportamientos disruptivos (como hizo Parsons con el movimiento estudiantil de los años sesenta); y a un efecto generación los comportamientos normativos. No obstante, en mi opinión el discurso sobre la “crisis de valores” se basa en lo segundo. Un ejemplo actual sería el de la “generación ni-ni”, concepto que remite al conjunto de jóvenes y que encarnaría a la perfección el “pasotismo” juvenil. Encontramos aquí tanto un ejemplo de la “sustantivación” de la juventud (tratarla como un grupo homogéneo) como de “individualización” de los problemas sociales…

El atribuir los comportamientos “juveniles” a la clase de edad –“ya madurarán”- o a la generación –“la sociedad está cambiando”- supone dos operaciones. La primera es homogeneizar a los incluidos en unas edades ignorando o pasando a segundo plano su diversidad: se toma a un subgrupo de jóvenes como representativo de la juventud –a menudo ni eso, muchas veces se toma un 52% de respuestas a una pregunta en una encuesta como “la opinión de la juventud”, cuando es posible que ni siquiera lo sea del 52% (pueden haber marcado esa casilla por razones muy diversas)-. La segunda operación es atribuir ese comportamiento o forma de pensar a la clase de edad o a la generación.

Ambas operaciones son políticas y en gran medida arbitrarias. Así, pongamos que se suceden una serie de manifestaciones de estudiantes universitarios con reivindicaciones que se definen como progresistas. Los universitarios son sólo una parte de los “jóvenes” (entre ellos hay muchos más de origen social superior que entre los no universitarios) y los que se manifiestan son sólo una parte de los universitarios: hablar de una juventud “contestataria” o “concienciada” es representar al todo por una parte. Ese enorme paso se da cuando interesa: lo dan generalmente los que se alzan como representantes del movimiento –no es lo mismo representar a “la juventud” que a una fracción de los estudiantes- o quienes pueden utilizarlo políticamente en sus argumentos. También se puede impugnar esta identificación desde determinados intereses políticos: así se podrían deslegitimar sus reivindicaciones diciendo que sólo son una minoría de izquierdistas universitarios que no representan siquiera a la mayoría de estudiantes….

La segunda operación, una vez identificado un comportamiento o forma de pensar como atributo de la “juventud”, es remitirlo a la clase de edad o a la generación. Aquí nuevamente todo depende del interés político del enunciador, por lo que el mismo comportamiento puede ser interpretado de forma muy distinta desde bandos opuestos. Así, volviendo a la manifestación de estudiantes universitarios: una vez que se ha dado el salto a considerar esto un indicio de una “juventud” contestataria, quienes desaprueben esta acción política lo verán como efecto de clase de edad –son un síntoma de inmadurez- y quienes la aprueben como efecto generacional –anuncian un cambio social, la juventud es portadora de renovación política-.

Un asunto interesante en estas jugadas con la juventud es la dimensión de clase social. Esta normalmente se deja en segundo plano: éste es un rasgo habitual en los grandes discursos sobre la juventud, al pasar a primer plano la edad en la percepción de las diferencias sociales, se relegan a un lugar secundario las otras diferencias. Pero las diferencias de clase son claves para entender los discursos sobre la juventud en general.

Un ejemplo claro de lo que has comentado es el tratamiento del colectivo “nini”…

El ejemplo de los “ninis” es muy ilustrativo. Basta contraponerlo al de los mileuristas. Los mileuristas son jóvenes con estudios universitarios y con empleos por debajo de sus expectativas; la categoría es lanzada por una “mileurista” y encuentra eco rápidamente en los medios de comunicación. Aquí esta juventud aparece como víctima injusta del sistema: son jóvenes muy preparados que han sido relegados. Por el contrario, el tono del discurso sobre los “ninis” es muy distinto: son sospechosos de holgazanería, de falta de voluntad –en un artículo de periódico un “experto” los definía como los que “no hacen nada productivo por sus vidas”-. Se sospecha que si no estudian ni trabajan es porque no quieren, porque tienen algún defecto de carácter. A partir de ahí los “expertos” se lanzan a dar “explicaciones”: la culpa la tiene internet, el materialismo, el consumismo, la educación permisiva…

Este discurso ilustra dos cosas. En primer lugar, la importancia de la dimensión –normalmente oculta- de la clase social. Como ha demostrado José S. Martínez, la mayoría de “ninis” son de clase obrera. El discurso culpabilizante sobre los “ninis” lo es básicamente sobre la juventud de orígenes sociales más bajos.

En segundo lugar, el de los “ninis” es un buen ejemplo de individualización de los problemas sociales, que suele ir unida a una culpabilización de las poblaciones más “desfavorecidas” –esto es, más perjudicadas-. El término “nini” recubre en gran medida lo mismo que el término desempleo juvenil. Al desplazar la discusión de un término a otro se sustituye un vocablo relativamente neutro por otro despectivo y culpabilizante: en vez de hablar de parados se habla de los que no hacen nada o, mejor, de los que no quieren hacer nada. El término de “nini” culmina así un largo proceso de culpabilización del parado –lo analicé hace quince años en un artículo, “El paro juvenil no es el problema, la formación no es la solución”-. Esta culpabilización ha acompañado a todas las políticas “activas” de empleo: estás desempleado porque no estás formado, es tu responsabilidad formarte, debes hacerte “empleable” (aquí hay otro uso perverso del lenguaje: las políticas “activas” responsabilizan a los parados de su situación y pretenden arreglarla dándoles cursillos; las “pasivas” consisten en redistribuir la renta, algo muy “malo” porque crearía una “cultura del subsidio” –es malo darles dinero a los pobres, mejor reservar los subsidios para los estratos superiores, p. ej., desgravando fiscalmente los planes de pensiones-).

En el campo de la juventud, pues, se dirimen cuestiones sociológicas y políticas cruciales…

Cuando vemos discursos sobre la juventud en general siempre hemos de preguntarnos qué se pretende con ellos, qué intereses se persiguen, cómo se utiliza estratégicamente la categoría de juventud para unos u otros fines. Así, cuando oigo que el gobierno va a tomar medidas para combatir el desempleo juvenil me pongo a temblar: ¿qué derechos laborales quieren eliminar? La extensión de la precariedad, la bajada de salarios y de derechos laborales en buena medida son resultado de varias décadas de lucha contra el desempleo juvenil. Ayudar a “insertar” a los jóvenes ha sido la coartada para aniquilar muchos derechos laborales.

La juventud sigue siendo una categoría central con la que se juegan estrategias políticas y sociales. Lo que me lleva de nuevo a tu primera pregunta: ¿qué utilidad analítica tiene el concepto de juventud? Quizás no tenga mucha, pero dado que es una categoría central de los discursos políticos, se seguirá financiando mucha investigación sobre la juventud. El reto es utilizar estas demandas políticas para construir objetos de investigación que escapen a las trampas del sustancialismo.


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Sobre el autor/a

Enrique Martín Criado

Enrique Martín Criado

Profesor de sociología en la Un. Pablo de Olavide y doctor en sociología por la Universidad Complutense de Madrid, con la tesis “Estrategias de juventud” (publicada como “Producir la juventud”, Istmo, 1988). Ha publicado libros y artículos sobre teoría sociológica, técnicas cualitativas de investigación, análisis de discurso, sociología de la educación, transformaciones de las clases populares, sociología de la alimentación o sociología del trabajo. Entre sus publicaciones recientes destacan “La escuela sin funciones. Crítica de la sociología de la educación crítica” (Bellaterra, 2010), “Les deux Algéries de Pierre Bourdieu” (Ed. du Croquant, 2008) y “Conflictos por el tiempo” (coeditado junto a Carlos Prieto, C.I.S., 2015). Miembro fundador del colectivo “Denunciemos los abusos patronales”.

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