Quienes nos dedicamos al análisis de la educación tendemos a mostrar cierta curiosidad por el género del cine escolar. Incluyo aquí todas esas películas cuya trama se desenvuelve en una escuela y narra las relaciones entre docentes y alumnado. Muchas de ellas nos cuentan una historia similar: un profesor poco convencional se enfrenta a un grupo de estudiantes refractarios a la institución escolar, habitualmente procedentes de barriadas pobres y con circunstancias familiares complicadas. Tras algunos conflictos, el docente consigue vencer su resistencia inicial y ganarse a su público mediante métodos didácticos heterodoxos. Gracias a sus cualidades excepcionales, el salvífico profesor no sólo instruye a estos jóvenes conflictivos, sino que los transforma en sentido amplio, liberándoles de todos los déficits (personales, sociales, morales) acumulados en el curso de sus difíciles vidas.

Varias de estas películas han tenido una muy buena acogida. A fin de cuentas, representan un relato muy popular: el del héroe solitario de férrea voluntad que resuelve los problemas desafiando las convenciones establecidas. Además, ilustran un tópico bien asentado en el “sentido común” de las sociedades contemporáneas. Me refiero a la idea de que hay un sector del alumnado, de origen social inferior, para el cual los métodos estándar de la enseñanza no funcionan adecuadamente. Según esta visión, educar a este tipo de chicos y chicas requiere de didácticas innovadoras y alejadas de los procedimientos habituales. La castrante enseñanza tradicional apagaría sus ansias de instruirse, pero liberados de estas cadenas se convertirían en ávidos aprendices. Esta imagen puebla el imaginario pedagógico, pero parece más deseo que realidad.

Este es uno de los temas que trata la socióloga Ann Swidler en su obra, Organization without Authority, que originalmente constituyó su tesis doctoral. La autora realiza una extensa etnografía en dos escuelas libres de California, con distinta composición socioeconómica: a una asiste principalmente alumnado blanco de clase media-alta, a la otra alumnado negro y latino de clase baja. En ellas el profesorado no trata de ejercer su autoridad y su relación con el alumnado es horizontal (éste es libre, incluso, de abandonar el aula en plena explicación). La mayoría de las clases consisten en debates sobre contenidos variados y no se sigue el currículum tradicional, las docentes buscan continuamente temas que puedan despertar interés. La investigación ilustra cómo estos métodos generan efectos muy distintos en cada centro. En el primero el alumnado se halla muy comprometido con la escuela, participa en las clases y tiene una fuerte identidad grupal. En el segundo, los estudiantes son ambivalentes: agradecen la cercanía con el profesorado, pero se muestran aburridos e indiferentes hacia las dinámicas “igualitarias” de la institución. En muchos casos, acusan al cuerpo docente de no hacer su trabajo y declaran no aprender prácticamente nada en la escuela.

Swidler nos muestra algo que puede parecer evidente, pero con frecuencia se olvida: lo que sucede en el aula no depende únicamente de la voluntad, la formación o las preferencias pedagógicas del docente. También depende en gran medida de las características del público. Además, sus hallazgos entroncan con asunciones clásicas de la sociología de la educación. Pierre Bourdieu y Jean Claude Passeron teorizaron la importancia del capital cultural (adquirido en el seno familiar) para captar los implícitos de la transmisión pedagógica. Aquellos estudiantes de origen superior saben satisfacer mejor las demandas docentes aun cuando estas son difusas. No necesitan directrices claras para hacer lo que el profesor espera de ellos, habituados a un medio social en el que los códigos y lógicas de comunicación son similares a los de la escuela. Basil Bernstein realiza una aportación similar con sus consideraciones sobre las pedagogías visibles (con una regulación explícita sobre qué hay aprender y cómo) e invisibles (con reglas más implícitas). Estas últimas suponen un importante obstáculo para el alumnado de origen social más bajo. Para dichos estudiantes, menos familiarizados con el lenguaje y el contenido que transmite la escuela, la falta de directrices claras lleva con frecuencia a un menor aprendizaje. De ahí que la mayoría de escuelas con didácticas “innovadoras” se orienten hacia un público de clase media cultivada (reforzando, por cierto, la segregación escolar bajo un discurso progresista).

Todo ello no significa -como el propio Bernstein reconoce- que una pedagogía visible y directiva sea la solución a las dificultades escolares del alumnado de origen social más bajo. En muchas escuelas con estudiantes de clase obrera, los métodos tradicionales se usan profusamente como medio de control del aula. Se mandan rutinariamente pequeñas tareas memorísticas o de ejecución mecánica, con instrucciones claras para mantener al alumnado trabajando y en silencio. Estas técnicas pueden facilitar el trabajo docente, pero suponen igualmente una enseñanza muy pobre. En una investigación reciente en el ámbito universitario hemos detectado que el alumnado prefiere que se le detalle con precisión qué aprendizajes se esperan de ellos, para evitar la incertidumbre ante la calificación. Pero, al mismo tiempo, las metodologías extremadamente visibles generan más aburrimiento: la asignatura consiste en aplicar de forma automática las consignas docentes, normalmente con nula implicación en el aprendizaje. Quizás, en el encendido debate entre pedagogías modernas y tradicionales habría de buscarse un punto medio, que además debería establecerse teniendo en cuenta las características (escolares y sociales) del público.

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Sobre el autor/a

Carlos Alonso Carmona

Carlos Alonso Carmona

Doctor en Sociología por la Universidad Pablo de Olavide. Su línea de investigación se enmarca en la sociología de la educación, en los ámbitos de la relación familia-escuela, las prácticas de crianza y las desigualdades escolares.

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